Se oyó un disparo lejano, y luego, el revolotear asustado de las aves.
- ¿Así que Richard no quería venir a Blackwood Manor?- preguntó Adam cogiendo tres copas de vino del aparador.
Con caminar desenvuelto, se acercó a la mesilla que reposaba cerca de los ventanales, depositando sobre ella las tres copas de cristal. Luego fue en busca de una de las botellas de Bourbon de su abuelo, que guardaba para ocasiones especiales, y la destapó. El líquido oscuro se derramó en los cristales con exquisita delicadeza, desprendiendo brillantes reflejos escarlata a la luz del sol.
- Se resistió hasta el último instante. Hasta llegué a creer que se fugaría- aseguró Felipe acariciando los botones dorados de la manga izquierda. Sacudió una pelusilla inexistente de su chaqueta, y agregó-: Aunque reconozco que, de haberlo hecho, no habría sido capaz de juzgarlo por su decisión. Yo mismo hubiera huido de ser otras las circunstancias.
- Su deber con la familia o su deber con la patria- intervino Julián cogiendo por sí mismo una de las copas servidas por Adam-. Qué dilema, ¿no? Insuperable, diría yo.
Adam entregó una copa a Felipe. Sus labios se curvaron en una leve sonrisa.
- ¿Has tenido alguna vez un dilema, Julián?
- Ahora que me lo preguntas, sí, tuve una vez uno cuando era un niño. Es el único que recuerdo.
Felipe enarcó las cejas y lo miró con interés. Julián, desenfadadamente sentado en el sillón victoriano que se erguía a un costado de la biblioteca, alzó la copa de cristal y observó con hipnótico interés el licor escarlata que en él se balanceaba.
- Como de costumbre, mis padres me habían abandonado en casa de mi tío Hegel. Viajaban a Francia, creo, y tardaron ocho meses en ir a buscarme. Pero no me sorprendió. Ya estaba acostumbrado a sus prolongadas pérdidas de memoria en lo que a mí respectaba- comentó con evidente sorna-. Pero, bueno, críticas aparte, y continuando con mi relato, un día mi tío me llevó al parque. Tras una inolvidable tarde recreativa, y ya de vuelta al hogar, me compró un paquete de galletas. Iba soñando en devorarlas todas, cuando nos topamos con un pobre diablo mendigando en la calle. Y entonces, vino el dilema: ¿le daba o no mis galletas?- Sonrió-. Sólo imagínense la enorme batalla interna que se libra en la cabeza de un niño de siete años en semejante situación.
- ¿Y qué es lo que hiciste?- lo interrogó Adam.
Julián sonrió y bebió un sorbo de Bourbon.
- Nada. Yo me quedé con mis galletas y ese hombre continuó muriéndose de hambre. Desde entonces determiné que los dilemas no eran asunto mío- señaló-. Nada más fácil que dejar que las cosas mantengan su estado natural.
Adam se acercó a los ventanales, y admiró el exterior. Cálidos rayos de sol iluminaban los extensos campos de los Blackwood, y el río, que como una serpiente de plata, los cruzaba. Durante sus años de adolescencia, jamás habría aceptado la idea de vivir en el campo, tan lejos de la sociedad, sus cotilleos y sus frecuentes fiestas. Pero ahora era distinto. El campo le parecía un paraíso; su más preciado refugio.
- ¿Deduzco entonces que prefieres delegar tus "batallas internas" en otras personas?- preguntó Felipe.
- En realidad, lo que hago es desentenderme completamente de ellas- aseguró-. Si alguien quiere soportar sobre sus hombros dilemas ajenos, allá él.
Adam negó con la cabeza. Julián y sus excéntricas ideas; jamás lo entendería.
Mientras degustaba el exquisito licor, se dedicó a observar a Richard. El joven había madrugado, y sin desayunar, se dirigió a un lugar alejado para prácticar su punteria. Podía ver su lejana figura desde donde estaba. Su brazo derecho aún seguía alzado, con el revolver fuertemente asido a su mano. Sin lugar a dudas, la maniobra lo estaba ayudando a descargar parte de su ira y la profunda frustración contenida en su interior. Lo sabía por experiencia. No existía mejor terapia, ni algo más estimulante, que sostener un arma cargada entre las manos y apretar el gatillo.
Adam entrecerró los ojos. Cientos de recuerdos se agolparon en su cabeza. De pronto, volvía a estar cubierto por esa densa nebulosa de resentimiento y decepción de años atrás, cuando ella…
"Cuando ella me traicíonó", pensó con rabia.
Los ojos azules del hombre se cubrieron de una súbita frialdad. A pesar del tiempo transcurrido, el pasado y la traición de Karinna seguía afectándole más de lo que deseaba admitir. Jamás se olvidaría de aquél fatídico día, cuando la pequeña Jenna, entre afligidos sollozos, le confió el terrible secreto de su hermana mayor. En un principio había sido incapaz de creer en sus palabras. Recordaba haber pensado que Jenna estaba celosa, y que quería perjudicar a Karinna para que no contrajera matrimonio con él; cualquier excusa era mejor que creer que Karinna, su prometida, le había engañado con otro hombre a sus espaldas. “Pero era cierto”, pensó Adam con amargura. Cuando comprendió que Jenna no lo engañaba, y que sólo intentaba ayudarlo, una ira ciega lo invadió. Habría ido en ese mismo instante a matar al desgraciado que había poseído a Karinna, pero no lo hizo. No podía. Había jurado que callaría, que guardaría silencio, y su alto sentido del honor le impidió incumplir su palabra.
“Eso ocurre cuando eres un caballero”, pensó. “No puedes vengarte, y te arrebatan a tu novia”. Su orgullo pisoteado y el dolor que le había producido la traición de Karinna, lo llevaron a alistarse en el ejército durante un año; un año del que no recordaba más que largas noches de insomnio y deseos de venganza. Luego había vuelto a Blackwood Manor, junto a su padre, y se había dedicado a administrar el negocio de la familia. Lejos de los cotilleos, lejos de la sociedad, y sobre todo, lejos de Karinna…
“Maldita sea”, imprecó al notar lo tenso que estaba. Bebió un largo trago de licor e intentó relajarse. Al menos debía dar gracias que Jenna le hubiera dicho la verdad. De no ser así, a esas alturas ya llevaría dos años de matrimonio con esa zorra mentirosa. Suspiró. El problema es que, como pago, debió jurar que no desenmascararía al desgraciado que había estado con Karinna y, además, soportar las habladurías y la mala fama que recayó desde entonces sobre sus hombros. Porque, aunque nadie lo creyese, el único que salió menoscabado de lo ocurrido, fue él y nadie más que él.
Adam se obligó a hacer un lado los recuerdos y a situarse en el presente. Observó a Richard volver a alzar el arma y disparar. Su puntería fue, una vez más, exacta.
- Sin lugar dudas el ejército aliado ha perdido a un valioso guerrero- comentó desapasionadamente.
- Y nuestros enemigos, a un temible oponente- intervino Julián-. Si lo ves desde ese punto de vista, no resulta tan lamentable. Al menos alguien resultó beneficiado.
El futuro conde le envió una inescrutable mirada, sin embargo, no pudo evitar sonreír. Julián era un excéntrico en todo el sentido de la palabra, pero a pesar de sus alocadas ideas, lo estimaba. Él, Felipe, y Kenneth habían sido su único apoyo tras la ruptura con Karinna y los únicos que conocían la verdad. Les debía mucho, y saber que estarían reunidos durante una temporada en Blackwood Manor, lo animaba considerablemente.
- A veces me pregunto de qué bando estás- le dijo.
- De ninguno. Odio los bandos, cualquiera sea su naturaleza y su causa- aseguró Julián-. Sólo mírenlo unos instantes desde mi punto de vista, y verán que tengo razón. Si estuviéramos todos del mismo lado, no existirían diferencias de opinión, ni estarían muriendo hombres inocentes, como Richard, en esta guerra inútil en la que está sumida Inglaterra.
- Creo que haber leído esa misma postura en un libro escrito por algún pensador de la nouveau tendence, como los llaman en Francia- comentó Felipe-. Según he oído, también sostienen la extinción de las clases nobles, así como la igualdad de todos los hombres, sin importar su estado ni su condición.
- Lo único que fomentan esas ideologías son la falta de patriotismo entre los jóvenes, instándolos a perder su tiempo meditando en cosas sin sentido, en vez de ser útiles para la sociedad trabajando o alistándose en el ejército.
- Me temo que debo mostrarme de acuerdo con Adam- dijo a su vez Felipe-. Tu particular visión de la vida, sin lugar a dudas, te traerá problemas algún día, amigo mío.
Julián soltó una carcajada carente de humor. Se acercó a la mesilla donde descansaba la botella de Bourbon y se sirvió otra copa del dulce licor.
- Siendo duque, lo dudo. En este país, puedes ocultar tantos pecados caigan detrás de tu título. Lo que sin lugar a dudas resulta muy útil, considerando mi “particular visión de vida”, ¿no lo creen?
Felipe y Adam no pudieron evitar soltar una sonrisa. Julián volvió a su asiento, y bebió un largo trago de licor.
- Pero, bueno, pasemos a un tema infinitamente más agradable, y estimulante, dicho sea de paso.- Sus labios se curvaron en una maliciosa sonrisa-: Díganme, ¿qué les ha parecido las tres primas Beckesey?
- Parecen educadas y refinadas- opinó Felipe desapasionadamente.
Julián lo miró como si hubiera perdido la razón.
- ¡Por la Santa Providencia, Felipe! ¿Qué forma es esa de describir una mujer? Lo entendería si no fueran agraciadas o tuvieran tantos años como para ser mi abuela, pero hombre, ¡son encantadoras!- exclamó-. Y de personalidades tan incompatibles como el día y la noche. No me imagino cómo pueden tolerarse entre ellas. La sola idea me resulta apabullante.
- En la mesa hablaste con Miss Harriet Beckesey, ¿así que ya la conocías?- preguntó Adam de pronto, interrumpiendo la conversación.
- Sí, así es- contestó Felipe a su pregunta-. Una dama singular en muchos sentidos.
Parecía que Adam iba a preguntar algo más, pero finalmente optó por guardar silencio. Con exquisita elegancia, se dio la media vuelta, y depositó su copa vacía sobre la mesilla central.
- Ruego que me disculpen, pero tengo algunos asuntos urgentes que atender. Podremos volver a conversar más tarde, si gustan.
- Si no te molesta, te acompañaré. Tal vez pueda ayudarte con los libros de cuentas. Ya sabes cómo me desagrada estar inactivo- se ofreció Felipe.
- Lo sé. ¿Qué harás tu Julián?
Miraron al joven que seguía desenfadadamente sentado en el sillón.
- Al contrario de Felipe, adoro andar de ocioso por la vida- dijo-. Dime, Adam, ¿has tenido la deferencia de proteger mi refugio durante mi prolongada ausencia?
- Sí. Todo está en su lugar, como tú lo dejaste la última vez que viniste.
Julián sonrió con satisfacción.
- Perfecto.
Tras irse Adam y Felipe, Julián permaneció unos instantes más en la biblioteca. En sus labios bailaba una traviesa sonrisa. Estaba complacido, sí, y no sólo porque su refugio aún existía, sino, y principalmente, por Adam. No había podido ver la expresión de su amigo al preguntar por Harriet Beckesey, ya que le daba la espalda, pero no necesitó hacerlo para saber que algo extraño ocurría. Desde hace dos años que Adam no se interesaba por una mujer. Solía apartarse de todo lo que llevara puesto un vestido y usara un abanico, evitando incluso mencionar el nombre de alguna fémina en las conversaciones.
“Hasta ahora”, pensó el futuro duque de Gravenor.
Si Harriet Beckesey era la adecuada para poder curar las heridas de su amigo, estaba dispuesto incluso a dar su título a la joven para que su relación llegara a buen término. Adam merecía ser feliz luego de todo lo que había padecido por culpa de esa perniciosa y maligna mujer.
- Un brindis por usted Harriet- dijo alzando la copa, y agregó-: Y por sus adorables primas, por supuesto.