Julián observó a la muchacha con detención. Al tenerla tan cerca de su cuerpo, le había sido imposible no percatarse de la ansiedad que la aquejaba. Temblaba de pies a cabeza, y su rostro, normalmente imperturbable, mostraba las señales de una angustia infinita.
- ¿Miss Beckesey? ¿Está usted bien?- la interrogó con la mayor delicadeza de la que fue capaz. Era obvio el profundo nerviosismo en el que se encontraba sumida, y lo último que deseaba hacer en ese minuto, era acrecentarlo aún más.
"Hoy estás todo un caballero andante, Julián", se dijo con sarcasmo. "¿A qué otro damisela en peligro irás a rescatar después?".
- ¿Está usted bien?- insistió al no recibir respuesta.
Sofía alzó la mirada, y tras enfocarla en el rostro del joven, se apartó bruscamente de él.
- Yo… ¡Claro! Es decir...- corrigió al comprender la exaltación con la que había contestado-: Estoy bien, Mr. Ranford. Agradezco su preocupación- señaló, sin imprimir ni un rastro de amabilidad al tono de su voz. En cambio, dirigió una reprobatoria mirada a Julián, como si el caballero le hubiera faltado gravemente el respeto.
Julián lanzó una carcajada carente de diversión.
- Me reprueba usted- indicó, aún sonriendo.
- ¿Hay alguna razón por la que deba hacerlo?- lo increpó la joven. Sin esperar su respuesta, pasó por su lado, y comenzó a subir las escaleras-. Si me disculpa, debo retirarme.
- ¿Es que acaso le ha disgustado estar entre mis brazos, Miss Beckesey? ¿No ha sido de su agrado?- la continuó interrogando-: ¿O es que jamás ha probado las caricias de un hombre?
Sofía se detuvo bruscamente. Un intenso rubor se adueñó de sus mejillas, y le impidió responder la pregunta. Más que por su desfachatez, su perturbación se debía a las sensaciones que las palabras de Julián le habían recordado; a aquellos momentos de intimidad que había compartido con Mr. Dorian Fenwick en la biblioteca, su cercanía, su tacto, su cálido aliento acariciando la piel de su rostro…
- Ha sido un accidente…- arguyó la joven con voz ahogada.
¿Y lo ocurrido con Mr. Fenwick? ¿También había sido un accidente? ¿No había acudido acaso deliberadamente a su lado? ¿No había estado a punto de permitir que…la besara?
- Desde mi punto de vista, usted se ha lanzado directo a mis brazos. ¿Es que se comporta usted así con todos los caballeros que se cruzan por su camino, Miss Beckesey?
Sofía, incapaz de seguir soportando sus ofensas, giro su rostro levemente, dejando que Julián pudiera ver sólo su perfil. Aún quedaban pinceladas de carmín en sus pálidas mejillas, pero su integridad no había tambaleado ni un ápice, a pesar de la intensidad de su malestar, y la vergüenza que a momentos la invadía. Así, erguida desde la altura, con el rostro iluminado suavemente por la luz que los ventanales filtraban, desprendía la altivez y la belleza de una diosa vengadora, a quien ni las tragedias, ni la vileza de los hombres, son capaces de inmutar.
- Juzgando su apariencia, cualquiera diría que es usted un caballero, Mr. Ranford. Sin embargo, con su actuar, no deja de desmentirlo- dijo-. Ahora, si me disculpa, es hora de que me retire.
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Harriet entró con suavidad al cuarto, procurando no alarmar a Miss Prince más de lo que estaba. La mujer se encontraba recostada sobre su cama, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre su abdomen. Parecía estar más tranquila, y eso alegró a Harriet. El estado de la pobre mujer había sido alarmante. La reacción de Julián no pudo ser más acertada en aquél momento, y si agregaba a eso, los amables cuidados prodigados por Elene, no dudaba que hasta el más grave de los enfermos sanaría. El fugaz recuerdo de su padre, al que sabía herido en el campo de batalla, ensombreció sus pensamientos por unos instantes, enviándola muy lejos del cuarto de Miss Prince y de Blackwood Manor. Añoraba volver a ser estrechada entre sus protectores brazos, sentir su presencia férrea y paternal a su lado. Si al menos tuviera noticia de él...
- ¿Miss Beckesey?- la interrogó una delicada voz femenina.
Harriet alzó el rostro, esbozando una sonrisa. Miss Prince había despertado, y la observaba con curiosidad.
- Lo siento. No quería molestarla- se disculpó de inmediato-. Si desea puedo volver en otro momento...
- No, querida. No- se apuró en contradecir la mujer su propuesta. Se levantó con dificultad del lecho, y alzó una mano en dirección a los sillones que descansaban junto a los ventanales-. Puede tomar asiento, si lo desea, Miss Beck...
Harriet la observó tambalearse, y en apenas unos segundos, estuvo a su lado. La sostuvo firmemente de un brazo, impidiendo que cayera desvanecida al suelo. Luego, la examinó con preocupación. La mujer estaba pálida, y no dejaba de temblar.
- Quizá sea mejor si va a recostarse de nuevo- la aconsejó guiándola hacia la cama con dosel. Con delicadeza, la ayuda a sentarse, y tras acomodar un espumoso almohadón tras su espalda, la instó a apoyar su cabeza en ella-. Mucho mejor- sonrió Harriet, satisfecha.
- Lamento no poder recibirla como se merece.
- No tiene por qué lamentarse. Puedo tomar asiento a su lado, si así lo desea.
- Agradecería mucho su compañía- murmuró Miss Prince, esbozando una débil sonrisa-. No sabe cuánto.
Harriet cogió una silla, y colocándola al lado de la cama, tomó asiento en ella.
- ¿Se encuentra mejor?
- Me siento un poco débil, pero sé que no tardaré en mejorar- aseguró ella intentando lucir positiva.
Harriet no dudaba que así sería, aunque resultaba evidente a sus ojos lo afectada que Miss Prince aún se encontraba. Acarició el pequeño libro que estrechaba entre sus manos, y se imaginó lo contenta que se pondría al tenerlo de vuelta.
- He encontrado esto en la biblioteca- señaló-. Supuse que era de usted y he venido cuanto antes a devolvérselo.
Deborah Prince fijó su vista en el pequeño libro con evidente estupor. El rostro de la mujer palideció abruptamente, arrebatándole los pocos colores que había adquirido tras su lenta mejoría. Harriet pudo entrever miedo en su mirada; era tal su intensidad, que hasta ella misma sintió que un repentino espanto la invadía, sin tener razón alguna para ello. Miss Prince alargó una temblorosa mano hacia el libro, y se lo arrebató a Harriet con firmeza. Luego, lo estrechó contra su pecho, como quien se aferra a su última esperanza de vida.
Harriet pestañeó confundida. No comprendía...
- ¿Está usted bien, Miss Prince?
- ¿Dónde lo ha encontrado?- preguntó con voz trémula.
- En la mesa en la que usted estaba sentada- se apuró en responder-. Lo he cogido en cuanto ha abandonado la biblioteca, y le he traído hasta aquí.
- ¿Alguien...?- Sin embargo, jamás llegó a formular la pregunta, ya que Elene entró en aquél mismo instante al cuarto, trayendo consigo una humeante taza de té.
Harriet observó a Miss Prince esconder el libro, que entre sus manos sostenía, con tal premura, que Elene no se percató de ello. ¿Qué es lo que ocultaba con tal ahínco Miss Prince? ¿Qué secreto encerraban aquellas páginas?
- Niña Harriet, Frank me ha entregado esto. Dice que acaba de llegar- le entregó Elene un sobre.
Harriet lo cogió entre sus manos, y leyó el remitente. Un repentino mareo la dominó, el que, de haber estado en pié, la habría enviado directamente al suelo.
- ¿Niña? ¿Está usted bien?- la interrogó ama de llaves al verla alzarse abruptamente de la silla.
- Sí, Elene... Sí...- respondió la joven, incapaz de dominar las emociones que en aquél momento la embargaban-. Ahora si me disculpan, debo retirarme. Miss Prince, espero que se recupere muy pronto. La veré más tarde, Elene.
Con el sobre firmemente cogido entre sus manos, abandonó el cuarto. A la salida se encontró con Adam, quien continuaba firmemente apostado junto a la puerta del cuarto, en muda vigilancia. En cuanto la vio salir, se acercó a ella e intentó decirle algo. Sin embargo, al observar la expresión afligida de su rostro, la cogió firmemente por los brazos y la obligó a mirarlo.
- ¿Qué es lo que ocurre? ¿Estás bien?- la interrogó con evidente inquietud.
- Lo estoy- contestó ella-. Déjeme ir, Mr. Wontherlann.
- No hasta que me digas qué es lo que te tiene en ese estado- indicó con decisión-. ¿Es Miss Prince?
- No. Miss Prince está bien, es sólo que..- murmuró de forma apenas audible. Inspiró hondamente, y rogó-: Por favor, sólo deje que me marche.
- Harriet, tu angustia es evidente. No te dejaré ir- indicó-; no así.
- No tiene derecho a pedirme que responda.
- Sí que lo tengo- insistió el caballero con posesión, aunque sin llegar a justificar su afirmación. "Desde que te has hecho dueña de mis pensamientos, eres mía", pensó. "Eres mía, aunque aún no lo sepas"-. ¿Qué es lo que llevas entre tus manos?
- Una carta.
- ¿Una carta?- preguntó-. ¿De quién?
- De mi padre.
- Lo estoy- contestó ella-. Déjeme ir, Mr. Wontherlann.
- No hasta que me digas qué es lo que te tiene en ese estado- indicó con decisión-. ¿Es Miss Prince?
- No. Miss Prince está bien, es sólo que..- murmuró de forma apenas audible. Inspiró hondamente, y rogó-: Por favor, sólo deje que me marche.
- Harriet, tu angustia es evidente. No te dejaré ir- indicó-; no así.
- No tiene derecho a pedirme que responda.
- Sí que lo tengo- insistió el caballero con posesión, aunque sin llegar a justificar su afirmación. "Desde que te has hecho dueña de mis pensamientos, eres mía", pensó. "Eres mía, aunque aún no lo sepas"-. ¿Qué es lo que llevas entre tus manos?
Harriet observó el sobre, y respondió con voz apagada:
- ¿Una carta?- preguntó-. ¿De quién?
Harriet demoró en responder. Alzó el rostro, y clavó su brillante mirada en Adam, ahora cargada de temor e incertidumbre.
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Richard dejó su cuarto, y paseó por los solitarios pasillos de Blackwood Manor. No deseaba estar en compañía de nadie, ni siquiera de su hermano. Por aquella razón, procuraba transitar por aquellos sectores menos visitados. Luego de un tiempo, los dormitorios del ala oeste de Blackwood Manor se convirtieron en su lugar favorito de reflexión, y junto a ellos, los jardines traseros, entre los que solía caminar a primera hora de la mañana, admirando su belleza y cuidado.
No obstante, aquella tarde decidió apartarse de su recorrido habitual, arriesgándose a ser interrumpido. En realidad, no es que le fastidiara precisamente la compañía de alguien. Seguramente, y juzgando el estado en que se encontraba, nada habría sido más adecuado que compartir una amena charla con alguno de los amigos de Felipe; menos claro, con Julián Ranford, a quien consideraba un charlatán de primera. Lo que realmente temía, era transmitir la impotencia y la incertidumbre que tan arraigados tenía en el corazón. Lo frustraba sentirse de aquella manera, con ese vacío en el pecho que le impedía hablar. Se sentía incompleto, lo que generaba una amargura en él, cuya intensidad no dejaba de acrecentarse con cada día que transcurría.
"Me pregunto si tendrá algún límite", se preguntó apesadumbrado. "Y si, en algún momento, acabará por desaparecer".
Se acercó a uno de los ventanales, y allí se mantuvo por momentos interminables, con las manos cogidas en su espalda, pensativo y triste. Fue en aquél momento de extrema concentración, que oyó la dulce melodía provenir de algún lugar del palacio. Alzó el rostro, su melancólica mirada, y se dedicó a oírla con deleite. A penas llegaba a sus oídos, y no obstantes, el efecto que sobre él tenía, era insólita. Su pesar se difuminaba ante su más leve cercanía.
Como atraído por un fuerte conjuro, Richard buscó la fuente de tan bella y cautivadora música, a la que se unía la voz más dulce que jamás había oído en su vida. Tras cruzar el largo pasillo por el que antes transitaba, y el extenso hall central, se encontró junto a la puerta de la biblioteca. La melodía, y la voz tan sensible que la entonaba, ejercían un influjo aún más fuerte sobre su persona y su alma.
Tras atravesar el umbral de la puerta, una oleada de pureza y calidez lo acogió al interior de la habitación.
Paz. Había hallado la paz.
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“Desde mi punto de vista, usted se ha lanzado directo a mis brazos. ¿Es que se comporta usted así con todos los caballeros que se cruzan por su camino?”, recordó Julián las duras palabras que había dirigido a Sofía.
Había sido consciente, desde un principio, de la crueldad de sus palabras, y del efecto que tendrían sobre la joven. Sin embargo, había sido incapaz de acallarlas. Necesitaba urgentemente volver a levantar los muros que había forjado a su alrededor. Gracias a ellos, no sentía dolor. Gracias a ellos, todo le daba igual. Gracias a ellos, podía seguir soportando a su padre y a su abuelo, y las frivolidades de la sociedad, sin caer en la demencia.
No se arrepentía del giro que había tomado su vida, pero tampoco lo enorgullecía. Vivía como un automáta, sin sentimientos, sin emociones, sin remordimientos, pero sobre todo, sin dolor. Con los años, se había preocupado de formar una fama que lo precedía a donde quiera que iba. Ninguna mujer que se sintiera orgullosa de su castidad se aproximaba a más de dos centímetros de él. Los caballeros lo describían como un libertino y un sinvergüenza, aunque él prefería considerarse un "experto catador de los placeres de la vida" y un cínico sin remedio. Había sido catalogado un "ser indeseable" por algunos, y no obstante, instituido como un ejemplo a seguir para muchos otros. Su dinero, su ascendencia y su título, lo convertían en un caballero cuya amistad muchos ansiaban, y que los obliga a invitarlo a toda reunión y acto social que se organizara, sin importar lo deplorable que pudiera ser su reputación.
Por mucho tiempo, demasiado quizá, se había odiado tanto como a su padre y a su abuelo. Resultaba repulsivo, incluso para sí mismo. No obstante, pronto aprendió a convivir consigo mismo, sin remordimientos, en paz con su propia conciencia. El sarcasmo se convirtió en su mejor amigo, y el cinismo, en su hermano. La hipocresía fue su forma de vida, y el placer, la razón de su existencia. Amaba a las mujeres, tanto como a un buen vino, las que degustaba hasta que sólo quedaba una copa vacía; una copa vacía, delicada y bella, pero fácilmente reemplazable.
Recuperando parte de su seguridad, se dirigió hacia su cuarto, pero una vez más, el destino jugó en su contra y de la forma más cruel imaginable. Debido a la profundidad de sus pensamientos, no se había percatado de la dulce interpretación que flotaba en el ambiente, hasta que pasó por la biblioteca. Sus puertas estaba abiertas de par en par, y antes de dejarlas atrás, se detuvo abruptamente. Trémulo e inmóvil, se dedicó a oír la melodía.
Al reconocerla, sintió como si algo se quebrara en mil pedazos en su interior. Las heridas cicatrizas ya por el tiempo, volvieron a abrirse y a sangrar con igual, o incluso mayor, profusión que antes.
"Josephine...", murmuró con voz estrangulada. La delgada e indefensa figura de su hermana tocando el piano, irrumpió en su mente con punzante brutalidad. Recuerdos de cuando estaban juntos, de cuando eran felices junto a su madre, de cuando aún guardaban ilusiones y la esperanza de un futuro mejor...
Cerró los ojos, y luchó contra los deseos que tenía de llorar. ¿Hace cuánto que no lo hacía? No lo recordaba. Nadie había merecido sus lágrimas jamás, salvo las únicas dos mujeres que había amado en su vida.
Cada nota, cada palabra entonada por la suave voz femenina, le producían un dolor agónico, que se transmitía desde su corazón hasta cada uno de sus miembros. Con el corazón en un puño, se apoyó en el marco de la puerta, y dio un vistazo al interior de la biblioteca. La luz del sol bañaba el cuarto con su calidez, y en un rincón, envuelta en un halo de paz y armonía, Agnés Beckesey cantaba con una dulzura y un ardor del que jamás la habría creído capaz. De pronto, y sin saber cómo, Julián ya no sintió más dolor, ni tristeza. Los recuerdos fueron ahuyentados por la belleza del cuadro que ante sus ojos se desplegaba; arte, en el sentido más amplio y profundo de la palabra; delicadeza, perlada de arrogancia e inocencia; pasión, en su estado más puro y primitivo.
Fue superficialmente consciente de no ser el único en la habitación, sin embargo, no reconoció ninguno de los rostros, ni intentó hacerlo siquiera. Sólo tenía atención para Agnés, la que se había convertido de pronto en el centro de todos sus pensamientos y sensaciones.
Cuando Agnés acabó de tocar la partitura, un mudo reconocimiento precedió a su voz y al eco de los últimos acordes del piano. Julián emergió lentamente de su letargo, y continuó observándola en silencio, con intensa admiración. De pronto, sus miradas se encontraron. Ante su fijeza, Agnés enrojeció hasta la punta de sus cabellos, incómoda y avergonzada ante el abierto interés que por ella demostraba en aquél momento. Consciente del malestar que generaba en la joven, Julián apartó la mirada y abandonó la biblioteca.
Esta vez, no intentó regresar a su cuarto de inmediato. Dio un largo paseo por los jardines, reflexionando sobre un sinfín de asuntos, a los que, hasta ese momento, había mantenido relegados en su mente. Una vez en su habitación, se sirvió una copa del licor más fuerte que tuvo a mano y se arrellanó en uno de los sillones.
- Ya es hora de dejarlo ir- pensó en voz alta.