- Las tres primas Beckesey están deslumbrantes- comentó Julián, y agregó de inmediato-: Y me atrevo a decir, que son lo único interesante en este baile.
- Al parecer, Mr. Fenwick está muy de acuerdo contigo- dijo Felipe, con un extraño tono de voz.

Bebió un sorbo de ponche, y posó su vista en Miss Harriet. La joven se abanicaba con delicadeza, intercambiaba algunas breves palabras con alguna de sus primas, y luego volvía a sonreír. La observó con atención. Los ojos de la joven brillaban con luz propia, y con una vivacidad que le llamaba fuertemente la atención. Percibió su enérgica personalidad aquél día al verla asomarse por la ventanilla del coche, y lo confirmó durante el desayuno que había compartido al día siguiente a su llegada a Blackwood Manor. ¿Cómo sería ser el objeto de esos maravillosa mirada llena de luz y calor? ¿Perderse entre sus luminosas profundidades y fundirse en su increíble resplandor?
"Demonios...", maldijo mentalmente apartando la vista de la joven. No podía cometer el mismo error otra vez. No podía dejarse engañar por otra mujer, caer en sus múltiples encantos femeninos, y sufrir otra decepción semejante. Era necesario que mantuviera la cabeza fría, y despachara su endemoniado deseo al otro lado del mundo.
- Miss Harriet sigue tan agraciada como en ese baile que la vimos por primera vez- oyó comentar a Richard con voz reposada.
"¿Agraciada?", pensó Adam esbozando una sonrisa burlesca. "Esa palabra que es incapaz de describir a esa mujer. Ella es...es...". Suspiró. " Es arrebatadora". Molesto consigo mismo por haber concluido semejante barbaridad, dejó la copa de ponche sobre la mesa y decidió no beber más. Sin saber cómo, su vida entera se había visto trastocada. De la noche a la mañana, en su hogar se encontraba el hombre que había abusado de su prometida, y una jovencita que amenazaba con romper su estabilidad emocional. Le había costado meses enteros olvidar- o intentar olvidar, al menos-, la traición de Karinna, y cuando al fin se había acostumbrado a la idea de que no volvería a fijarse en una mujer en su vida, aparecía Harriet Beckesey...
- Es... una mujer como cualquier otra- opinó mostrándose desinteresado.
"No puedo a caer en esto otra vez...", pensó. "No puedo permitirlo. No puedo...".
- En realidad, yo no diría eso- lo contradijo Felipe-. Miss Harriet es una dama... bastante peculiar.
- ¿Peculiar? ¿Y qué significa exactamente eso, Felipe?- preguntó Julián-. ¿O es acaso otras de tus desapasionadas galanterías al sexo femenino?
- Esa "desapasionada galantería" a la que has hecho alusión, Julián, es una forma de describir la vivaz y particular personalidad de Miss Harriet- explicó Felipe-. Jamás había conocido una mujer que poseyera una opinión propia respecto a la política de nuestro país, ni que criticara tan fuertemente la actual situación de la sociedad.
- ¿Política?- preguntó Adam extrañado-. Esos no son temas para una dama.
"Karinna jamás habló de política, ni manifestó su opinión sobre algún tema en particular", recordó el futuro Conde. "De hecho, creo que jamás hablamos de nada que no fuera nuestro compromiso, sus vestidos y los cotilleos de la sociedad".
- No, no lo son. Y seguramente otra persona, en mi lugar, se habría escandalizado ante semejante conversación.- Sonrió-. Pero no logré hacerlo, en especial, por sus argumentadas posturas. No niego que aquél baile hasta me resultó placentero en cierto sentido. Miss Harriet consiguió que no me arrepintiera de asistir a una reunión social, a la que iba condenado a acabar hastiado, como de costumbre.
- Vaya, esa Miss Harriet sí que debe ser impresionante si ha logrado sacarte de esa sempiterna indiferencia tuya- bromeó Julián-. Si hasta llegué a creer que era incurable.
Felipe envió una sosegada mirada al joven, a la que Julián respondió alzando su copa, en mudo brindis. En ese mismo instante, observaron a Adam alejarse de la mesa y cruzar el salón con determinación.
- ¡Eh, Adam! ¿Qué tienes en mente?- lo interrogó Julián.
- Sacar a bailar a Miss Harriet Beckesey, claro está- respondió el futuro Conde dirigiéndose hacia el extremo del salón, donde la tres primas permanecían sentadas.
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Harriet observó que Agnés se abanicaba rápidamente, en un claro gesto de nerviosismo. Con delicadeza, posó una mano sobre la suya y la calmó.
- No hagas eso, querida- le advirtió Harriet-. Sé que te sientes inquieta, pero recuerda que con ese movimiento tan...acelerado de tu abanico, estás comunicando algo que no sería prudente que los caballeros de este lugar llegaran a comprender.
Agnés sonrojó hasta la punta de sus cabellos al comprender el error que estaba cometiendo. Harriet le sonrió tranquilizadoramente, y volvió a hablar en un susurro:
- Tranquila, estoy segura de que nadie se ha dado cuenta- aseguró-. Ahora hazlo lentamente... Demuéstrales tu indiferencia.
La rubia joven asintió, y alzó la mirada. En ese mismo instante, sus ojos se abrieron de par en par, evidenciando su sorpresa.
- ¿Qué ocurre?- la interrogó preocupada Harriet.
- Se acerca uno de ellos- murmuró con un hilillo de voz.
Harriet alzó la barbilla, y giró levemente la cabeza hacia la figura masculina que se dirigía directamente hacia ellas. El corazón le dio un vuelco. Adam Wontherlann, con expresión inescrutable y paso seguro, cruzó la habitación y se apostó a su lado. A esa corta distancia, estando él tan próximo, Harriet pudo apreciar el maravilloso azul de sus ojos. Su presencia desprendía una fuerza asfixiante, y una determinación imposible de describir. Recordó las advertencias de Christinne, la posibilidad de que ese hombre fuera un mujeriego inescrupuloso y ruin, pero no logró hacerlo...
Adam se inclinó ante la joven, y extendió una mano.
- Miss Harriet, ¿me permite esta pieza?- le preguntó. La expresión de su rostro era inescrutable, pero no escapó a los ojos de la joven, que su mirada carecía absolutamente de su habitual frialdad.
- No encuentro una razón para negárselo, Mr. Wontherlann- contestó ella.
Maravillada, Harriet observó que el hombre esbozaba una sonrisa ladeada y que sus ojos se iluminaban con una luz hasta el momento desconocida. Le pareció que ese gesto suavizaba la severa y sombría expresión de su rostro, y que aumentaba de manera incalculable su atractivo.
Adam estrechó la delicada mano enguantada entre las suyas, y de inmediato, una calidez interior los invadió. Se miraron atentamente, por segundos que les parecieron interminable, y finalmente se dirigieron hacia el centro del salón. La nueva pieza musical comenzó, y los dos jóvenes se balancearon al son de la dulce melodía, sin apartar ni un instante la mirada el uno del otro, como si estuvieran inevitablemente unidas y nada fuera capaz de separarlos.
Harriet había bailado con muchos hombres desde que Clarisse la había presentado en sociedad, pero jamás se había sentido tan cómoda y segura en los brazos de uno. Adam la hacía flotar en el suelo; girar con la suavidad de una pluma al compás de la melodía que la orquesta entonaba. Ni siquiera Alexander...
"¡Por la Santa Providencia!", exclamó mentalmente, al recordar a Alexander Dietrick, y rápidamente volvió a recuperar la cordura. Interrumpió el contacto visual con Adam, y sonrió suavemente. "Si se comportó de esta forma con las hermanas Pontmercy, no es de extrañar que acabaran todas cayendo rendidas en sus brazos".
- ¿Así que no encontró ninguna razón para negarse a bailar conmigo?- la interrogó Adam, que hasta el momento, se había mantenido en silencio al igual que ella. Sus increíbles y profundos ojos azules la miraban con insistente fijeza-. Podría haber invocado cualquier inconveniente, y juro que la habría entendido.
Harriet sonrió.
- Si le hubiera dicho que tenía jaqueca, ¿hubiera sido suficientemente para usted?- le preguntó ella a su vez-. ¿Me habría dejado en paz, Mr. Wontherlann?
- Por supuesto, aunque no le habría creído ni una palabra.- Harriet rio adorablemente.
Adam, que había contemplado el cambio experimentado en Harriet con atención y curiosidad, se preguntó qué le habría ocurrido. En realidad, lo que no podía explicarse era cómo una mujer podía ser tan delicada y seductora al mismo tiempo. Una extraña sensación se había adueñado de su alma, y de su palpitante corazón, al tener a Miss Harriet entre sus brazos. Por unos instantes, lo olvidó todo; el pasado, el rencor, la tensión, y sólo estaba ella; una luz iluminando entre las sombras, envolviéndolo con su delicado y cálido resplandor... ¿Sería ella conciente de los efectos que podía ejercer sobre un hombre? ¿El efecto que tenía sobre él? La cándida inocencia de su mirada le decía que no, pero no podría asegurarlo. Las mujeres podían ser sensibles como palomas, y tan falsas e inescrupulosas como arpías.
"Demonios... ¡y mil demonios más!", imprecó al comprender lo que estaba haciendo. Su parte racional, la que aún permanecía inamovible, estaba luchando arduamente por permanecer aferrado a la cruda realidad. Pero estaba perdiendo la batalla. Harriet era una mujer hermosa, y era comprensible que, luego de tanto tiempo de abstinencia, sin disfrutar de los placeres de una mujer, estuviera más sensible a los encantos de aquella encantadora dama. Sólo debía mantener las distancias... No permitir nuevamente que...
Observó el rostro de la joven, sus delicados labios curvados en una suave sonrisa, esa mirada soñadora, cual lucero iluminando el ancho cielo nocturno, y comprendió que no sería fácil. Harriet Beckesey había irrumpido en su vida como un vendaval, destrozando su voluntad y sus fuerzas. Pero, ¿acaso podía hacer algo?
Lo dudaba.
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- Sólo miren a Adam- dijo Julián, observando al joven bailando con Harriet-. ¿Cómo puede que tan sólo llegar estas adorables damas ya se haya apoderado de una?
El tono de su voz era de indignación, pero la sonrisa de su rostro lo desmentía por completo. Podría decirse que se sentía hasta satisfecho.
- No hables de esa manera de Miss Harriet, que es una jovencita culta y refinada- dijo Felipe-. Ninguna dama merece ser tratada así, como si fueran trofeos susceptibles de tener dueño.
- ¿Sí? ¿Y tú crees eso realmente?- preguntó Julián dirigiéndole una sonrisa socarrona.
Felipe le dirigió una mirada cargada de antipatía, y luego la posó en otro punto del salón. Julián, dándose por vencedor, soltó una carcajada. Acto seguido, bebió el ponche que le quedaba en la copa de una sola vez, y dejó el delicado cristal sobre le mesa.
- ¿Qué vas a hacer?- le preguntó Kenneth. Nada que se le pudiera ocurrir a Julián era cuerdo, ni sensato, por lo que siempre sus amigos temían que hiciera una barbaridad.
Y esta vez no sería una excepción.
- Había decidido que no bailaría, pero creo que he cambiado de opinión- contestó el aludido.
- Sea lo que sea que estés tramando, desiste de ello inmediatamente- le advirtió Felipe observándolo con desconfianza-. Este no es el momento ni el lugar adecuado para tus extravagancias, ni para tus insensateces.
- Felipe, amigo mío, ¡me insultas! ¿Qué te hace crees que planeo algo?
- ¿Será quizás porque jamás has bailado en una fiesta anteriormente?
Julián sonrió.
- ¡Vaya, tienes razón! Pero dime, ¿qué mejor día que este para romper las tradiciones?- lo interrogó con humor. Y alejándose de sus amigos, agregó-: ¡Ah! Y no tarden en escoger a su pareja, caballeros. Porque yo ya voy por la mía.