lunes, 2 de abril de 2012

BLACKWOOD MANOR: Capítulo 8 (4/5)

-          ¿Tu padre?- le preguntó Adam, sin ser consciente aún de que la tuteaba.
Iba a continuar interrogándola, pero justo en ese momento llegó Sofía. Se apartó de Harriet de inmediato, aunque no con la rapidez  necesaria para evitar que su prima los viera. Con la culpabilidad de un adolescente, que ha sido hallado realizando un acto censurable por un adulto, fijó la mirada en el suelo. "Adam, ¿qué se supone que haces?", se reprendió mentalmente. "¿Por qué te comportas como un maldito jovenzuelo?".
-        Es un placer verla, Miss Becksey- la saludó con cortesía.
-       También para mí, Mr. Wontherlann- aseguró la joven, enviando una inquisitiva mirada a ambos.
Acto seguido, Harriet dirigió una educada inclinación de cabeza a Adam, y se disculpó ante él. El futuro conde cogió su mano con delicadeza, y la besó.
-        Por supuesto- dijo, observándola fijamente-. Sé que le interesará estar informada sobre la mejoría de Miss Prince. Le diré a Elene que le lleve noticias de ella.
-        Se lo agradezco- aseguró Harriet sin llegar a sonreír.
Adam la observó alejarse junto a Sofía, y finalmente desaparecer. Se pasó una mano por el rostro, y luego por el cabello. Instantes más tarde, Felipe Thograwn, se unía a él en su vigilancia junto al cuarto de Miss Prince. El futuro duque llevaba botas altas y un traje de montar a medida. Un cuerpo atlético y bien proporcionado, acostumbrado a las largas cabalgatas y al ejercicio físico, se dejaba entrever tras su sencillo vestuario. Llevaba el cabello revuelto, luciendo un aire despreocupado nada común en él, pero que no lograba empeñar su elegancia y majestuosidad.
-        Frank me ha informado lo ocurrido con Miss Prince- dijo-. He venido en cuanto he podido. ¿Cómo se encuentra ella?
-        Mejor, según lo que me han informado- contestó Adam, sin dejar de pensar en Harriet y la aflicción que reflejaba su bello rostro. ¿Acaso sus duras palabras habrín colaborado en proporcionar esa profunda incertidumbre que velaba sus ojos? ¿Qué diría aquella carta? ¿Por qué no podía extinguir esa impotencia que le producía no poder ayudarla?
-        ¿Adam? ¿Pasa algo?- lo interrogó Felipe.
El joven negó con la cabeza, y suspiró.
-        Nada que deba inquietarte- aseguro. Y tras un breve silencio, le dijo-: He dejado a Jacob en la biblioteca, y le he prometido volver cuanto antes. ¿Te reunirás con nosotros más tarde?
Felipe le dirigió una pensativa mirada.
-        ¿El Capitán Jacob Dolleby? ¿Ese hombre del que te hiciste amigo en el ejército?- preguntó.
-        Así es- asintió Adam-. Ha llegado esta mañana. Se quedará un par de días antes de volver a Londres.- Adam vaciló unos instantes, y dijo-: Verás, yo...- suspiró-. Jacob no está acostumbrado a alternar con la aristocracia, y teme que ustedes puedan despreciarlo por su origen humilde. Le he asegurado que ustedes le tratarían bien, y...
Felipe apoyó una mano en su hombre, y sonrió.
-        Será un honor conocerlo. Y estoy seguro de que para Richard, Julián y Kenneth, también- aseguró-. Tranquilo. Me uniré a ustedes dentro de unos instantes.


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La dos jóvenes primas descendieron en silencio las escaleras y se digirieron hacia la biblioteca a buscar a Agnés. Sofía había intentado reprenderla, pero había enmudecido en cuanto Harriet le mostró la carta y su remitente. Llenas de inquietud, continuaron su silenciosa marcha hacia la biblioteca.




Agnés se encontraba sentada en el piano, intercambiando algunas palabras con Richard Thograwn. El joven se encontraba apostado junto al instrumento, a una distancia más que prudente de la hermosa Agnés, erguido y con las manos cogidas en su espalda. Una agradable sonrisa esbozaban sus labios delgados, contrastando fuertemente con su melancólica mirada. Aún había rastro de su habitual abatimiento, pero ahora, una pincelada de esperanza lo suavizaba.
En cuanto Sofía y Harriet entraron al cuarto, Agnés se levantó. Les dirigía una sonrisa deslumbrante, señal de lo cómoda y tranquila que se hallaba en compañía de Mr. Thograwn, pero en cuanto observó la angustia reflejada en sus rostros, su alegría se esfumó. Se acercó a ellas, indecisa, y las interrogó con la mirada.
-          Ha llegado una carta- le informó Harriet, con voz trémula-. Es mi padre.
Los delicados labios de Agnés se abrieron para decir algo, pero no fue capaz de articular palabra. Entendía lo que aquella carta podía significar para Harriet, y no tenía palabras describirle cuán aterrada estaba. No obstante, la fortaleza de Harriet volvía sorprenderla, como siempre. De estar en su situación, no habría podido sostenerse en pié. Pero allí estaba Harriet, aterrada, seguramente, tanto como ella misma, pero siempre íntegra y compuesta.
-          Subamos a nuestros cuartos- opinó Sofía-. Allí podremos leerla con calma.
-          Estoy de acuerdo- asintió Harriet.
Se disculparon ante los caballeros que en la biblioteca estaban, y salieron del cuarto en una lenta procesión.  Entraron al cuarto de Sofía, y una vez allí, tomaron asiento. Ninguna dijo nada por unos instantes, temiendo lo peor, y a la vez, rogando un milagro del cielo.
-          ¿Quieres...que la lea yo?- le preguntó Sofía.
-          No- se negó de inmediato Harriet con decisión-. Puedo hacerlo. Tranquila.
Harriet acarició el sobre por unos instantes, sin decidirse a abrirlo. Las manos le temblaban, aunque intentaba disimularlo.
"Por favor...", suplicó mentalmente, observando detenidamente el sobre. "Por favor...".
Con lentitud, cogió el abrecartas que se hallaba sobre una bandeja en la mesa del centro, y la utilizó con suavidad y maestría. Volvió a dejarlo sobre la bandeja, y sin demostrar apuro alguna, cogió el mensaje que había en su interior. Le sorprendió encontrarse con dos notas distintas. Extrañada, abrió el primero.
"No es mi padre", fue lo primero que pensó en cuanto vio la letra. Comenzaba diciendo: "Mis queridas niñas", por lo que, supuso, era un mensaje dedicado por alguna de sus tías para ellas. Lo dejó sobre su regazo, y procedió a abrir la segunda misiva. Su urgencia y su ansiedad eran cada vez mayores, y la desdobló con desesperación. El corazón el dio un salto al reconocer la letra de su padre. Se llevó una mano a los labios, ahogando el sollozo que amenazó con escapar de su garganta. Los ojos se le llenaron de lágrimas al leer: "Mi amada hija...". Tras unos instantes de silencio, dejó caer el papel sobre su regazo y se cubrió el rostro con ambas manos, dejando que el llanto se adueñara de su cuerpo.



Agnés se arrodilló a su lado, y le acarició el brazo. Había lágrimas en sus ojos también, y una angustia indefinible en la expresión de su rostro.
-          Harriet...- murmuró ella-. Harriet... ¿qué ha ocurrido?- El corazón contraído dolorosamente en su pecho-. Dinos por favor, ¿cómo está nuestro tío?
Tras unos instantes de silencio, Harriet se descubrió el rostro y observó a Agnés. Sus ojos y sus mejillas estaban cubiertas de lágrimas, pero sus labios se curvaban en una sonrisa. Cogió ambas manos a Agnés, y le dijo, sollozando y riendo a la vez:
-        ¡Está bien, Agnés!- exclamó-. Aún necesita cuidados, pero mejorará. ¡Mejorará!
-        Gracias a la Altísima Providencia...- murmuró Sofía, con sus ojos también cargados de lágrimas, pero ahora, presa de una infinita felicidad.
Agnés abrazó a Harriet con fuerza, y las dos lloraron y dieron gracias al cielo por la mejoría de su padre. Una vez se hubieron calmado, Harriet cogió el otro mensaje que sobre sus rodillas descansaba, y se lo tendió a Sofía.
-        Ten. Léelo- le dijo-. Estoy agotada y no podría hacerlo. Ha sido demasiado tensión para un sólo día.
-        Tienes toda la razón- le dijo Sofía,  secándose discretamente los ojos antes de revisar la carta. La desdobló con curiosidad, y sonrió-. Es mi madre. Nos habla a las tres.
-        Léela en voz alta, Sofía- le rogó Agnés.
-        Lo haré. Pongan atención- accedió la joven. Se acomodó en el asiento, e inició la lectura-: "Mis queridas niñas: A pesar de la distancia que nos separa, nuestro corazón y todos nuestros ruegos están con ustedes. Hemos llegado al fin, un poco más tarde de los previsto, pero bien de salud y de espíritu. Fue dura la separación, y aún me duele haberlas dejado solas, pero una vez aquí, en este lugar tan turbio y triste, aplaudo la decisión que tomamos."
"Queridísima Harriet, ya habrás leído la nota que tu padre que con tanto esfuerzo te ha dedicado. Le rogué que no se esforzara, pero en cuanto ha sentido que las fuerzas volvían a su cuerpo, ha insistido en escribirte por sí mismo. Su salud ha mejorado considerablemente, pero aún requiere muchos cuidados. En tu nombre, y con tu cariño, velamos y velaremos por él, cada día y cada noche, sin descanso."
"Llega el atardece, y la luz se extingue rápidamente en el horizonte. No podemos gastar aceite en luz, por lo que pronto deberé dejar de escribir. Anhelamos regresar a Londres, sin embargo, entenderán que vuestros padres nos necesitan a su lado, aunque lo nieguen rotundamente. Quizá no podamos blandir una pistola en el campo de batalla, pero podemos iluminar y dar descanso, con nuestra presencia, a sus maltrechas almas, tan llenas de desolación y agotamiento."
"El Conde de Blackwood es un hombre ejemplar, y sé que las cuidará con dedicación. Permanezcan unidas y cuídense mutuamente. Sofía, cariño, te extraño, pero muy pronto volveremos estar juntos."
Sofía acabó la lectura, y un largo silencio sucedió a sus palabras. Las tres jóvenes intercambiaron una mirada, y luego, una dichosa sonrisa. Su estadía en Blackwood Manor se extendería indefinidamente, de momento, pero al menos sabían que sus padres estaban bien. Ya nada importaba; la angustia, generada tras días y días en la espera de noticias, se había al fin disuelto, dando paso a una inusitada paz.
Pronto todo volvería a la normalidad, y regresarían a Londres, junto a sus familias.
    

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Lawrence Wontherlann, Conde de Blackwood, se dio la media vuelta y fijó su mirada en Dave Richmond. El doctor se hallaba cómodamente sentado en uno de los sillones, bebiendo una copa de vino con absoluta tranquilidad, saboreando cada breve sorbo que daba al líquido. Sin embargo, el conde sabía que esa era sólo una fachada. Lo sabía, por la forma cómo se comportaba. Jugueteaba con el licor de su copa, daba rápidos golpecitos en los brazos del sillón con la mano izquierda, flectaba la pierna derecha y luego volvía a estirarla. No obstante, su rostro permanecía inmutable, y el tono de su voz, inalterable.
-        ¿Cómo crees que se encuentra Miss Prince, Dave?- lo interrogó.
El médico alzó distraídamente la mirada, y asintió.
-        Estará bien. Le he recomendado unos días de descanso, pero se ha negado rotundamente a aceptarlos- dijo. Tras unos instantes, esbozó una sonrisa y agregó con melancolía-: Deborah no ha cambiado ni un ápice. Siempre ha antepuesto sus obligaciones, y lo sigue haciendo.
-        No sabía que la conocieras- indicó el conde, tomando asiento ante él.
Dave Richmond bebió un sorbo de licor, y asintió.
-        Han pasado muchos años desde entonces. Mi madre y la suya fueron muy buenas amigas. Cuando Scott Prince murió, dejó a su familia en la ruina, y con una cantidad insana de deudas. Dianne Prince se convirtió en la dama de compañía de mi madre, a la que hizo vivir en nuestro hogar junto a su hija- le relató-. El deseo de mi madre fue siempre dejarle una pequeña porción de nuestra fortuna, pero nada de aquello ocurrió. Mi madre murió, y mi hermano mayor administró desde entonces nuestra herencia.  Por otro lado, Dianne Prince enfermó, y fue internada. Jamás mejoró y su hija se hizo cargo de ella hasta el último de sus días- recordó, observando fijamente la copa que en su mano derecha sostenía-. Mientras estuvo hospitalizada, mi hermana y yo le ofrecimos toda la ayuda, tanto afectiva como económica, que nos fue posible. Meses después yo abandoné nuestro hogar, para iniciar mis estudios, y no volví a saber de ella, hasta ahora.
-        Es una historia lamentable- opinó Lawrence Wontherlann, negando con su cabeza-. Es una lástima que una mujer como ella, tan joven y llena de virtudes, deba quedarse soltera.
-        Ella lo ha decidido así, y no el destino, Lawrence.- Dave Richmond alzó la barbilla y fijó la vista en el conde-.  Tuvo la oportunidad de casarse, de tener estabilidad económica y un elevado estatus social, pero lo rechazó para cuidar a su madre.
Lawrence Wontherlann lo examinó con fijeza, pero antes de que pudiera formularle la pregunta que rondaba por su mente, unos suaves golpes sonaron en la puerta.
-          Adelante- dijo.
Frank Atwater entró al cuarto y dirigió una reverencia a ambos hombres. Traía consigo, sobre una bandeja plata, una misiva recién llegada a Blackwood Manor. Hizo entrega de ella al conde y se situó a su lado, en silencio. Lawrence Wontherlann se levantó de su asiento, con el mensaje fuertemente cogido entre sus manos. Se acercó a los ventanales, y una vez allí, la examinó. No tenia remitente, ni sello, ni firma alguna. La desdobló entre sus manos y la leyó con detención. A penas eran unas pocas palabras, escritas con despreocupación y celeridad.  
-        ¿Quién la trajo?- preguntó, con voz inexpresiva, una vez acabó su lectura.
-        Un servidor de la Grimmnhar Manor- le informó el mayordomo-. Le he ofrecido descansar antes de retornar, pero se ha rehusado a hacerlo. ¿Necesita algo más, señor?
-        No, Frank. Está todo bien.
-        Si me disculpa, señor, estaré en la cocina.
"No", se desmintió el conde mentalmente. "No está todo bien". Volvió a leer el breve mensaje, obligando a su mente hallar la solución al nuevo problema que se les presentaba, a él y a la resistencia inglesa. Norton Grimmhar había sido informado de una filtración de información. La red de espionaje francesa dentro del reino era mucho más fuerte de lo que pensaban, y ahora, sus planes tambaleaban de un hilo. Necesitaban informar a Wellinghton cuanto antes del peligro, e instarlo a que se cuidara las espaldas. Todas sus esperanzas se encontraban puestas en ese hombre; si llegaba a ocurrirle algo, dudaba que hubiera otro líder capacitado para dirigir el ejército inglés contra las fuerzas de Napoleón.



«Ten cuidado, Lawrence», le había escrito Norton. «Sospechan de nosotros. Somos la única red directa hacia Wellinghton. No pueden detenernos.»
-        Espero que no sea nada grave- oyó decir a Dave Richmond a sus espaldas.
-        No, Dave- mintió el conde-. Todo está bien.
-        Voy hacer un viaje a Londres, Lawrence- le informó el doctor-. Necesito proveerme de algunos elementos, ahora que la época más dura del invierno se aproxima. Si retraso la adquisición de estas medicinas, luego será imposible encontrarlas. La guerra, las enfermedad y el escaso transporte acabarán con los abastecimientos, incluso de Londres.
-        Estoy de acuerdo contigo.
-        Sobre todo, considero que debemos adquirir una cantidad considerable de fenol y láudano, entre otros- comentó el médico-. Prometo no ausentarme más que un par de días.
-        Por supuesto- contestó el conde distraídamente.
Su mente, en ese momento, se encontraba muy lejos de Dave Richmond y de Blackwood Manor. Necesitaba hacer llegar ese mensaje a Wellinghton, pero temía que lo interceptaran de camino a Londres. Y entonces, ¿qué sucedería con Inglaterra? Y lo que era aún peor, ¿qué sucedería con su hijo? Si los franceses lograban identificarlos, no dudaba que intentarían sacarlos de su camino.
-        Partiré esta misma noche- dijo Dave Richmond levantándose del sillón, y acabando el vino que quedaba en su copa-. ¿Necesitas hacer algún trámite? ¿Quizá enviar un mensaje a Londres?
Lawrence Wontherlann alzó el rostro lentamente. Ahí mismo estaba, en su propio cuarto, la solución a sus problemas, concretada en Dave Richmond y el inesperado viaje que realizaría a Londres. Sin darse la media vuelta, contestó:
-        Te estaría muy agradecido que entregaras una carta en mi nombre.
-        Lo haré- contestó el doctor-. Ahora, iré a preparar mi equipaje. Espero que podamos compartir unas copas más antes de mi salida.
-        Sí, amigo mío. Por supuesto.

viernes, 30 de marzo de 2012

BLACKWOOD MANOR: Capítulo 8 (3/5)


Julián observó a la muchacha con detención. Al tenerla tan cerca de su cuerpo, le había sido imposible no percatarse de la ansiedad que la aquejaba. Temblaba de pies a cabeza, y su rostro, normalmente imperturbable, mostraba las señales de una angustia infinita.
-   ¿Miss Beckesey? ¿Está usted bien?- la interrogó con la mayor delicadeza de la que fue capaz. Era obvio el profundo nerviosismo en el que se encontraba sumida, y lo último que deseaba hacer en ese minuto, era acrecentarlo aún más.
"Hoy estás todo un caballero andante, Julián", se dijo con sarcasmo. "¿A qué otro damisela en peligro irás a rescatar después?".
-    ¿Está usted bien?- insistió al no recibir respuesta.
Sofía alzó la mirada, y tras enfocarla en el rostro del joven, se apartó bruscamente de él.
-   Yo… ¡Claro! Es decir...- corrigió al comprender la exaltación con la que había contestado-: Estoy bien, Mr. Ranford. Agradezco su preocupación- señaló, sin imprimir ni un rastro de amabilidad al tono de su voz. En cambio, dirigió una reprobatoria mirada a Julián, como si el caballero le hubiera faltado gravemente el respeto.
Julián lanzó una carcajada carente de diversión.
-    Me reprueba usted- indicó, aún sonriendo.
-   ¿Hay alguna razón por la que deba hacerlo?- lo increpó la joven. Sin esperar su respuesta, pasó por su lado, y comenzó a subir las escaleras-. Si me disculpa, debo retirarme.
-   ¿Es que acaso le ha disgustado estar entre mis brazos, Miss Beckesey? ¿No ha sido de su agrado?- la continuó interrogando-: ¿O es que jamás ha probado las caricias de un hombre?
Sofía se detuvo bruscamente. Un intenso rubor se adueñó de sus mejillas, y le impidió responder la pregunta. Más que por su desfachatez, su perturbación se debía a las sensaciones que las palabras de Julián le habían recordado; a aquellos momentos de intimidad que había compartido con Mr. Dorian Fenwick en la biblioteca, su cercanía, su tacto, su cálido aliento acariciando la piel de su rostro… 
-    Ha sido un accidente…- arguyó la joven con voz ahogada.
¿Y lo ocurrido con Mr. Fenwick? ¿También había sido un accidente? ¿No había acudido acaso deliberadamente a su lado? ¿No había estado a punto de permitir que…la besara?
-   Desde mi punto de vista, usted se ha lanzado directo a mis brazos. ¿Es que se comporta usted así con todos los caballeros que se cruzan por su camino, Miss Beckesey?
Sofía, incapaz de seguir soportando sus ofensas, giro su rostro levemente, dejando que Julián pudiera ver sólo su perfil. Aún quedaban pinceladas de carmín en sus pálidas mejillas, pero su integridad no había tambaleado ni un ápice, a pesar de la intensidad de su malestar, y la vergüenza que a momentos la invadía. Así, erguida desde la altura, con el rostro iluminado suavemente por la luz que los ventanales filtraban, desprendía la altivez y la belleza de una diosa vengadora, a quien ni las tragedias, ni la vileza de los hombres, son capaces de inmutar.
-   Juzgando su apariencia, cualquiera diría que es usted un caballero, Mr. Ranford. Sin embargo, con su actuar, no deja de desmentirlo- dijo-. Ahora, si me disculpa, es hora de que me retire.



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Harriet entró con suavidad al cuarto, procurando no alarmar a Miss Prince más de lo que estaba. La mujer se encontraba recostada sobre su cama, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre su abdomen. Parecía estar más tranquila, y eso alegró a Harriet. El estado de la pobre mujer había sido alarmante. La reacción de Julián no pudo ser más acertada en aquél momento, y si agregaba a eso, los amables cuidados prodigados por Elene, no dudaba que hasta el más grave de los enfermos sanaría. El fugaz recuerdo de su padre, al que sabía herido en el campo de batalla, ensombreció sus pensamientos por unos instantes, enviándola muy lejos del cuarto de Miss Prince y de Blackwood Manor. Añoraba volver a ser estrechada entre sus protectores brazos, sentir su presencia férrea y paternal a su lado. Si al menos tuviera noticia de él...
-   ¿Miss Beckesey?- la interrogó una delicada voz femenina.
Harriet alzó el rostro, esbozando una sonrisa. Miss Prince había despertado, y la observaba con curiosidad.  
-   Lo siento. No quería molestarla- se disculpó de inmediato-. Si desea puedo volver en otro momento...
-   No, querida. No- se apuró en contradecir la mujer su propuesta. Se levantó con dificultad del lecho, y alzó una mano en dirección a los sillones que descansaban junto a los ventanales-. Puede tomar asiento, si lo desea, Miss Beck...
Harriet la observó tambalearse, y en apenas unos segundos, estuvo a su lado. La sostuvo firmemente de un brazo, impidiendo que cayera desvanecida al suelo. Luego, la examinó con preocupación. La mujer estaba pálida, y no dejaba de temblar.
-   Quizá sea mejor si va a recostarse de nuevo- la aconsejó guiándola hacia la cama con dosel. Con delicadeza, la ayuda a sentarse, y tras acomodar un espumoso almohadón tras su espalda, la instó a apoyar su cabeza en ella-. Mucho mejor- sonrió Harriet, satisfecha.
-   Lamento no poder recibirla como se merece.
-   No tiene por qué lamentarse. Puedo tomar asiento a su lado, si así lo desea.
-   Agradecería mucho su compañía- murmuró Miss Prince, esbozando una débil sonrisa-. No sabe cuánto.
Harriet cogió una silla, y colocándola al lado de la cama, tomó asiento en ella.
-   ¿Se encuentra mejor?
-   Me siento un poco débil, pero sé que no tardaré en mejorar- aseguró ella intentando lucir positiva.





Harriet no dudaba que así sería, aunque resultaba evidente a sus ojos lo afectada que Miss Prince aún se encontraba. Acarició el pequeño libro que estrechaba entre sus manos, y se imaginó lo contenta que se pondría al tenerlo de vuelta.
-   He encontrado esto en la biblioteca- señaló-. Supuse que era de usted y he venido cuanto antes a devolvérselo.
Deborah Prince fijó su vista en el pequeño libro con evidente estupor. El rostro de la mujer palideció abruptamente, arrebatándole los pocos colores que había adquirido tras su lenta mejoría.  Harriet pudo entrever miedo en su mirada; era tal su intensidad, que hasta ella misma sintió que un repentino espanto la invadía, sin tener razón alguna para ello. Miss Prince alargó una temblorosa mano hacia el libro, y se lo arrebató a Harriet con firmeza. Luego, lo estrechó contra su pecho, como quien se aferra a su última esperanza de vida.
Harriet pestañeó confundida. No comprendía...
-   ¿Está usted bien, Miss Prince?
-   ¿Dónde lo ha encontrado?- preguntó con voz trémula.
-   En la mesa en la que usted estaba sentada- se apuró en responder-. Lo he cogido en cuanto ha abandonado la biblioteca, y le he traído hasta aquí.
-   ¿Alguien...?- Sin embargo, jamás llegó a formular la pregunta, ya que Elene entró en aquél mismo instante al cuarto, trayendo consigo una humeante taza de té.
Harriet observó a Miss Prince esconder el libro, que entre sus manos sostenía, con tal premura, que Elene no se percató de ello. ¿Qué es lo que ocultaba con tal ahínco Miss Prince? ¿Qué secreto encerraban aquellas páginas?
-   Niña Harriet, Frank me ha entregado esto. Dice que acaba de llegar- le entregó Elene un sobre.
Harriet lo cogió entre sus manos, y leyó el remitente. Un repentino mareo la dominó, el que, de haber estado en pié, la habría enviado directamente al suelo.
-   ¿Niña? ¿Está usted bien?- la interrogó ama de llaves al verla alzarse abruptamente de la silla.
-   Sí, Elene... Sí...- respondió la joven, incapaz de dominar las emociones que en aquél momento la embargaban-. Ahora si me disculpan, debo retirarme. Miss Prince, espero que se recupere muy pronto. La veré más tarde, Elene.
Con el sobre firmemente cogido entre sus manos, abandonó el cuarto. A la salida se encontró con Adam, quien continuaba firmemente apostado junto a la puerta del cuarto, en muda vigilancia. En cuanto la vio salir, se acercó a ella e intentó decirle algo. Sin embargo, al observar la expresión afligida de su rostro, la cogió firmemente por los brazos y la obligó a mirarlo.
-          ¿Qué es lo que ocurre? ¿Estás bien?- la interrogó con evidente inquietud.

-          Lo estoy- contestó ella-. Déjeme ir, Mr. Wontherlann.

-          No hasta que me digas qué es lo que te tiene en ese estado- indicó con decisión-. ¿Es Miss Prince?

-          No. Miss Prince está bien, es sólo que..- murmuró de forma apenas audible. Inspiró hondamente, y rogó-: Por favor, sólo deje que me marche.

-          Harriet, tu angustia es evidente. No te dejaré ir- indicó-; no así.

-          No tiene derecho a pedirme que responda.

-         Sí que lo tengo- insistió el caballero con posesión, aunque sin llegar a justificar su afirmación. "Desde que te has hecho dueña de mis pensamientos, eres mía", pensó. "Eres mía, aunque aún no lo sepas"-. ¿Qué es lo que llevas entre tus manos?





Harriet observó el sobre, y respondió con voz apagada:

-          Una carta.

-          ¿Una carta?- preguntó-. ¿De quién?

Harriet demoró en responder. Alzó el rostro, y clavó su brillante mirada en Adam, ahora cargada de temor e incertidumbre.

-          De mi padre.



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Richard dejó su cuarto, y paseó por los solitarios pasillos de Blackwood Manor. No deseaba estar en compañía de nadie, ni siquiera de su hermano. Por aquella razón, procuraba transitar por aquellos sectores menos visitados. Luego de un tiempo, los dormitorios del ala oeste de Blackwood Manor se convirtieron en su lugar favorito de reflexión, y junto a ellos, los jardines traseros, entre los que solía caminar a primera hora de la mañana, admirando su belleza y cuidado.
No obstante, aquella tarde decidió apartarse de su recorrido habitual, arriesgándose a ser  interrumpido. En realidad, no es que le fastidiara precisamente la compañía de alguien. Seguramente, y juzgando el estado en que se encontraba, nada habría sido más adecuado que compartir una amena charla con alguno de los amigos de Felipe; menos claro, con Julián Ranford, a quien consideraba un charlatán de primera. Lo que realmente temía, era transmitir la impotencia y la incertidumbre que tan arraigados tenía en el corazón. Lo frustraba sentirse de aquella manera, con ese vacío en el pecho que le impedía hablar. Se sentía incompleto, lo que generaba una amargura en él, cuya intensidad no dejaba de acrecentarse con cada día que transcurría.
"Me pregunto si tendrá algún límite", se preguntó apesadumbrado. "Y si, en algún momento, acabará por desaparecer".
Se acercó a uno de los ventanales, y allí se mantuvo por momentos interminables, con las manos cogidas en su espalda, pensativo y triste. Fue en aquél momento de extrema concentración, que oyó la dulce melodía provenir de algún lugar del palacio. Alzó el rostro, su melancólica mirada, y se dedicó a oírla con deleite. A penas llegaba a sus oídos, y no obstantes, el efecto que sobre él tenía, era insólita. Su pesar se difuminaba ante su más leve cercanía.
Como atraído por un fuerte conjuro, Richard buscó la fuente de tan bella y cautivadora música, a la que se unía la voz más dulce que jamás había oído en su vida. Tras cruzar el largo pasillo por el que antes transitaba, y el extenso hall central, se encontró junto a la puerta de la biblioteca. La melodía, y la voz tan sensible que la entonaba, ejercían un influjo aún más fuerte sobre su persona y su alma.



Tras atravesar el umbral de la puerta, una oleada de pureza y calidez  lo acogió al interior de la habitación.
Paz. Había hallado la paz.


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“Desde mi punto de vista, usted se ha lanzado directo a mis brazos. ¿Es que se comporta usted así con todos los caballeros que se cruzan por su camino?”, recordó Julián las duras palabras que había dirigido a Sofía.

Había sido consciente, desde un principio, de la crueldad de sus palabras, y del efecto que tendrían sobre la joven. Sin embargo, había sido incapaz de acallarlas. Necesitaba urgentemente volver a levantar los muros que había forjado a su alrededor. Gracias a ellos, no sentía dolor. Gracias a ellos, todo le daba igual. Gracias a ellos, podía seguir soportando a su padre y a su abuelo, y las frivolidades de la sociedad, sin caer en la demencia.

No se arrepentía del giro que había tomado su vida, pero tampoco lo enorgullecía. Vivía como un automáta, sin sentimientos, sin emociones, sin remordimientos, pero sobre todo, sin dolor. Con los años, se había preocupado de formar una fama que lo precedía a donde quiera que iba. Ninguna mujer que se sintiera orgullosa de su castidad se aproximaba a más de dos centímetros de él. Los caballeros lo describían como un libertino y un sinvergüenza, aunque él prefería considerarse un "experto catador de los placeres de la vida" y un cínico sin remedio. Había sido catalogado un "ser indeseable" por algunos, y no obstante, instituido como un ejemplo a seguir para muchos otros. Su dinero, su ascendencia y su título, lo convertían en un caballero cuya amistad muchos ansiaban, y que los obliga a invitarlo a toda reunión y acto social que se organizara, sin importar lo deplorable que pudiera ser su reputación. 

Por mucho tiempo, demasiado quizá, se había odiado tanto como a su padre y a su abuelo. Resultaba repulsivo, incluso para sí mismo. No obstante, pronto aprendió a convivir consigo mismo, sin remordimientos, en paz con su propia conciencia. El sarcasmo se convirtió en su mejor amigo, y el cinismo, en su hermano. La hipocresía fue su forma de vida, y el placer, la razón de su existencia. Amaba a las mujeres, tanto como a un buen vino, las que degustaba hasta que sólo quedaba una copa vacía; una copa vacía, delicada y bella, pero fácilmente reemplazable.

Recuperando parte de su seguridad, se dirigió hacia su cuarto, pero una vez más, el destino jugó en su contra y de la forma más cruel imaginable. Debido a la profundidad de sus pensamientos, no se había percatado de la dulce interpretación que flotaba en el ambiente, hasta que pasó por la biblioteca. Sus puertas estaba abiertas de par en par, y antes de dejarlas atrás, se detuvo abruptamente. Trémulo e inmóvil, se dedicó a oír la melodía.

Al reconocerla, sintió como si algo se quebrara en mil pedazos en su interior. Las heridas cicatrizas ya por el tiempo, volvieron a abrirse y a sangrar con igual, o incluso mayor, profusión que antes.  

"Josephine...", murmuró con voz estrangulada. La delgada e indefensa figura de su hermana tocando el piano, irrumpió en su mente con punzante brutalidad. Recuerdos de cuando estaban juntos, de cuando eran felices junto a su madre, de cuando aún guardaban ilusiones y la esperanza de un futuro mejor...

Cerró los ojos, y luchó contra los deseos que tenía de llorar. ¿Hace cuánto que no lo hacía? No lo recordaba. Nadie había merecido sus lágrimas jamás, salvo las únicas dos mujeres que había amado en su vida.

Cada nota, cada palabra entonada por la suave voz femenina, le producían un dolor agónico, que se transmitía desde su corazón hasta cada uno de sus miembros. Con el corazón en un puño, se apoyó en el marco de la puerta, y dio un vistazo al interior de la biblioteca. La luz del sol bañaba el cuarto con su calidez, y en un rincón, envuelta en un halo de paz y armonía, Agnés Beckesey cantaba con una dulzura y un ardor del que jamás la habría creído capaz. De pronto, y sin saber cómo, Julián ya no sintió más dolor, ni tristeza. Los recuerdos fueron ahuyentados por la belleza del cuadro que ante sus ojos se desplegaba; arte, en el sentido más amplio y profundo de la palabra; delicadeza, perlada de arrogancia e inocencia; pasión, en su estado más puro y primitivo.




Fue superficialmente consciente de no ser el único en la habitación, sin embargo, no reconoció ninguno de los rostros, ni intentó hacerlo siquiera. Sólo tenía atención para Agnés, la que se había convertido de pronto en el centro de todos sus pensamientos y sensaciones.

Cuando Agnés acabó de tocar la partitura, un mudo reconocimiento precedió a su voz y al eco de los últimos acordes del piano. Julián emergió lentamente de su letargo, y continuó observándola en silencio, con intensa admiración. De pronto, sus miradas se encontraron. Ante su fijeza, Agnés enrojeció hasta la punta de sus cabellos, incómoda y avergonzada ante el abierto interés que por ella demostraba en aquél momento. Consciente del malestar que generaba en la joven, Julián apartó la mirada y abandonó la biblioteca.

Esta vez, no intentó regresar a su cuarto de inmediato. Dio un largo paseo por los jardines, reflexionando sobre un sinfín de asuntos, a los que, hasta ese momento, había mantenido relegados en su mente. Una vez en su habitación, se sirvió una copa del licor más fuerte que tuvo a mano y se arrellanó en uno de los sillones.

-   Ya es hora de dejarlo ir- pensó en voz alta.