lunes, 2 de abril de 2012

BLACKWOOD MANOR: Capítulo 8 (4/5)

-          ¿Tu padre?- le preguntó Adam, sin ser consciente aún de que la tuteaba.
Iba a continuar interrogándola, pero justo en ese momento llegó Sofía. Se apartó de Harriet de inmediato, aunque no con la rapidez  necesaria para evitar que su prima los viera. Con la culpabilidad de un adolescente, que ha sido hallado realizando un acto censurable por un adulto, fijó la mirada en el suelo. "Adam, ¿qué se supone que haces?", se reprendió mentalmente. "¿Por qué te comportas como un maldito jovenzuelo?".
-        Es un placer verla, Miss Becksey- la saludó con cortesía.
-       También para mí, Mr. Wontherlann- aseguró la joven, enviando una inquisitiva mirada a ambos.
Acto seguido, Harriet dirigió una educada inclinación de cabeza a Adam, y se disculpó ante él. El futuro conde cogió su mano con delicadeza, y la besó.
-        Por supuesto- dijo, observándola fijamente-. Sé que le interesará estar informada sobre la mejoría de Miss Prince. Le diré a Elene que le lleve noticias de ella.
-        Se lo agradezco- aseguró Harriet sin llegar a sonreír.
Adam la observó alejarse junto a Sofía, y finalmente desaparecer. Se pasó una mano por el rostro, y luego por el cabello. Instantes más tarde, Felipe Thograwn, se unía a él en su vigilancia junto al cuarto de Miss Prince. El futuro duque llevaba botas altas y un traje de montar a medida. Un cuerpo atlético y bien proporcionado, acostumbrado a las largas cabalgatas y al ejercicio físico, se dejaba entrever tras su sencillo vestuario. Llevaba el cabello revuelto, luciendo un aire despreocupado nada común en él, pero que no lograba empeñar su elegancia y majestuosidad.
-        Frank me ha informado lo ocurrido con Miss Prince- dijo-. He venido en cuanto he podido. ¿Cómo se encuentra ella?
-        Mejor, según lo que me han informado- contestó Adam, sin dejar de pensar en Harriet y la aflicción que reflejaba su bello rostro. ¿Acaso sus duras palabras habrín colaborado en proporcionar esa profunda incertidumbre que velaba sus ojos? ¿Qué diría aquella carta? ¿Por qué no podía extinguir esa impotencia que le producía no poder ayudarla?
-        ¿Adam? ¿Pasa algo?- lo interrogó Felipe.
El joven negó con la cabeza, y suspiró.
-        Nada que deba inquietarte- aseguro. Y tras un breve silencio, le dijo-: He dejado a Jacob en la biblioteca, y le he prometido volver cuanto antes. ¿Te reunirás con nosotros más tarde?
Felipe le dirigió una pensativa mirada.
-        ¿El Capitán Jacob Dolleby? ¿Ese hombre del que te hiciste amigo en el ejército?- preguntó.
-        Así es- asintió Adam-. Ha llegado esta mañana. Se quedará un par de días antes de volver a Londres.- Adam vaciló unos instantes, y dijo-: Verás, yo...- suspiró-. Jacob no está acostumbrado a alternar con la aristocracia, y teme que ustedes puedan despreciarlo por su origen humilde. Le he asegurado que ustedes le tratarían bien, y...
Felipe apoyó una mano en su hombre, y sonrió.
-        Será un honor conocerlo. Y estoy seguro de que para Richard, Julián y Kenneth, también- aseguró-. Tranquilo. Me uniré a ustedes dentro de unos instantes.


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La dos jóvenes primas descendieron en silencio las escaleras y se digirieron hacia la biblioteca a buscar a Agnés. Sofía había intentado reprenderla, pero había enmudecido en cuanto Harriet le mostró la carta y su remitente. Llenas de inquietud, continuaron su silenciosa marcha hacia la biblioteca.




Agnés se encontraba sentada en el piano, intercambiando algunas palabras con Richard Thograwn. El joven se encontraba apostado junto al instrumento, a una distancia más que prudente de la hermosa Agnés, erguido y con las manos cogidas en su espalda. Una agradable sonrisa esbozaban sus labios delgados, contrastando fuertemente con su melancólica mirada. Aún había rastro de su habitual abatimiento, pero ahora, una pincelada de esperanza lo suavizaba.
En cuanto Sofía y Harriet entraron al cuarto, Agnés se levantó. Les dirigía una sonrisa deslumbrante, señal de lo cómoda y tranquila que se hallaba en compañía de Mr. Thograwn, pero en cuanto observó la angustia reflejada en sus rostros, su alegría se esfumó. Se acercó a ellas, indecisa, y las interrogó con la mirada.
-          Ha llegado una carta- le informó Harriet, con voz trémula-. Es mi padre.
Los delicados labios de Agnés se abrieron para decir algo, pero no fue capaz de articular palabra. Entendía lo que aquella carta podía significar para Harriet, y no tenía palabras describirle cuán aterrada estaba. No obstante, la fortaleza de Harriet volvía sorprenderla, como siempre. De estar en su situación, no habría podido sostenerse en pié. Pero allí estaba Harriet, aterrada, seguramente, tanto como ella misma, pero siempre íntegra y compuesta.
-          Subamos a nuestros cuartos- opinó Sofía-. Allí podremos leerla con calma.
-          Estoy de acuerdo- asintió Harriet.
Se disculparon ante los caballeros que en la biblioteca estaban, y salieron del cuarto en una lenta procesión.  Entraron al cuarto de Sofía, y una vez allí, tomaron asiento. Ninguna dijo nada por unos instantes, temiendo lo peor, y a la vez, rogando un milagro del cielo.
-          ¿Quieres...que la lea yo?- le preguntó Sofía.
-          No- se negó de inmediato Harriet con decisión-. Puedo hacerlo. Tranquila.
Harriet acarició el sobre por unos instantes, sin decidirse a abrirlo. Las manos le temblaban, aunque intentaba disimularlo.
"Por favor...", suplicó mentalmente, observando detenidamente el sobre. "Por favor...".
Con lentitud, cogió el abrecartas que se hallaba sobre una bandeja en la mesa del centro, y la utilizó con suavidad y maestría. Volvió a dejarlo sobre la bandeja, y sin demostrar apuro alguna, cogió el mensaje que había en su interior. Le sorprendió encontrarse con dos notas distintas. Extrañada, abrió el primero.
"No es mi padre", fue lo primero que pensó en cuanto vio la letra. Comenzaba diciendo: "Mis queridas niñas", por lo que, supuso, era un mensaje dedicado por alguna de sus tías para ellas. Lo dejó sobre su regazo, y procedió a abrir la segunda misiva. Su urgencia y su ansiedad eran cada vez mayores, y la desdobló con desesperación. El corazón el dio un salto al reconocer la letra de su padre. Se llevó una mano a los labios, ahogando el sollozo que amenazó con escapar de su garganta. Los ojos se le llenaron de lágrimas al leer: "Mi amada hija...". Tras unos instantes de silencio, dejó caer el papel sobre su regazo y se cubrió el rostro con ambas manos, dejando que el llanto se adueñara de su cuerpo.



Agnés se arrodilló a su lado, y le acarició el brazo. Había lágrimas en sus ojos también, y una angustia indefinible en la expresión de su rostro.
-          Harriet...- murmuró ella-. Harriet... ¿qué ha ocurrido?- El corazón contraído dolorosamente en su pecho-. Dinos por favor, ¿cómo está nuestro tío?
Tras unos instantes de silencio, Harriet se descubrió el rostro y observó a Agnés. Sus ojos y sus mejillas estaban cubiertas de lágrimas, pero sus labios se curvaban en una sonrisa. Cogió ambas manos a Agnés, y le dijo, sollozando y riendo a la vez:
-        ¡Está bien, Agnés!- exclamó-. Aún necesita cuidados, pero mejorará. ¡Mejorará!
-        Gracias a la Altísima Providencia...- murmuró Sofía, con sus ojos también cargados de lágrimas, pero ahora, presa de una infinita felicidad.
Agnés abrazó a Harriet con fuerza, y las dos lloraron y dieron gracias al cielo por la mejoría de su padre. Una vez se hubieron calmado, Harriet cogió el otro mensaje que sobre sus rodillas descansaba, y se lo tendió a Sofía.
-        Ten. Léelo- le dijo-. Estoy agotada y no podría hacerlo. Ha sido demasiado tensión para un sólo día.
-        Tienes toda la razón- le dijo Sofía,  secándose discretamente los ojos antes de revisar la carta. La desdobló con curiosidad, y sonrió-. Es mi madre. Nos habla a las tres.
-        Léela en voz alta, Sofía- le rogó Agnés.
-        Lo haré. Pongan atención- accedió la joven. Se acomodó en el asiento, e inició la lectura-: "Mis queridas niñas: A pesar de la distancia que nos separa, nuestro corazón y todos nuestros ruegos están con ustedes. Hemos llegado al fin, un poco más tarde de los previsto, pero bien de salud y de espíritu. Fue dura la separación, y aún me duele haberlas dejado solas, pero una vez aquí, en este lugar tan turbio y triste, aplaudo la decisión que tomamos."
"Queridísima Harriet, ya habrás leído la nota que tu padre que con tanto esfuerzo te ha dedicado. Le rogué que no se esforzara, pero en cuanto ha sentido que las fuerzas volvían a su cuerpo, ha insistido en escribirte por sí mismo. Su salud ha mejorado considerablemente, pero aún requiere muchos cuidados. En tu nombre, y con tu cariño, velamos y velaremos por él, cada día y cada noche, sin descanso."
"Llega el atardece, y la luz se extingue rápidamente en el horizonte. No podemos gastar aceite en luz, por lo que pronto deberé dejar de escribir. Anhelamos regresar a Londres, sin embargo, entenderán que vuestros padres nos necesitan a su lado, aunque lo nieguen rotundamente. Quizá no podamos blandir una pistola en el campo de batalla, pero podemos iluminar y dar descanso, con nuestra presencia, a sus maltrechas almas, tan llenas de desolación y agotamiento."
"El Conde de Blackwood es un hombre ejemplar, y sé que las cuidará con dedicación. Permanezcan unidas y cuídense mutuamente. Sofía, cariño, te extraño, pero muy pronto volveremos estar juntos."
Sofía acabó la lectura, y un largo silencio sucedió a sus palabras. Las tres jóvenes intercambiaron una mirada, y luego, una dichosa sonrisa. Su estadía en Blackwood Manor se extendería indefinidamente, de momento, pero al menos sabían que sus padres estaban bien. Ya nada importaba; la angustia, generada tras días y días en la espera de noticias, se había al fin disuelto, dando paso a una inusitada paz.
Pronto todo volvería a la normalidad, y regresarían a Londres, junto a sus familias.
    

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Lawrence Wontherlann, Conde de Blackwood, se dio la media vuelta y fijó su mirada en Dave Richmond. El doctor se hallaba cómodamente sentado en uno de los sillones, bebiendo una copa de vino con absoluta tranquilidad, saboreando cada breve sorbo que daba al líquido. Sin embargo, el conde sabía que esa era sólo una fachada. Lo sabía, por la forma cómo se comportaba. Jugueteaba con el licor de su copa, daba rápidos golpecitos en los brazos del sillón con la mano izquierda, flectaba la pierna derecha y luego volvía a estirarla. No obstante, su rostro permanecía inmutable, y el tono de su voz, inalterable.
-        ¿Cómo crees que se encuentra Miss Prince, Dave?- lo interrogó.
El médico alzó distraídamente la mirada, y asintió.
-        Estará bien. Le he recomendado unos días de descanso, pero se ha negado rotundamente a aceptarlos- dijo. Tras unos instantes, esbozó una sonrisa y agregó con melancolía-: Deborah no ha cambiado ni un ápice. Siempre ha antepuesto sus obligaciones, y lo sigue haciendo.
-        No sabía que la conocieras- indicó el conde, tomando asiento ante él.
Dave Richmond bebió un sorbo de licor, y asintió.
-        Han pasado muchos años desde entonces. Mi madre y la suya fueron muy buenas amigas. Cuando Scott Prince murió, dejó a su familia en la ruina, y con una cantidad insana de deudas. Dianne Prince se convirtió en la dama de compañía de mi madre, a la que hizo vivir en nuestro hogar junto a su hija- le relató-. El deseo de mi madre fue siempre dejarle una pequeña porción de nuestra fortuna, pero nada de aquello ocurrió. Mi madre murió, y mi hermano mayor administró desde entonces nuestra herencia.  Por otro lado, Dianne Prince enfermó, y fue internada. Jamás mejoró y su hija se hizo cargo de ella hasta el último de sus días- recordó, observando fijamente la copa que en su mano derecha sostenía-. Mientras estuvo hospitalizada, mi hermana y yo le ofrecimos toda la ayuda, tanto afectiva como económica, que nos fue posible. Meses después yo abandoné nuestro hogar, para iniciar mis estudios, y no volví a saber de ella, hasta ahora.
-        Es una historia lamentable- opinó Lawrence Wontherlann, negando con su cabeza-. Es una lástima que una mujer como ella, tan joven y llena de virtudes, deba quedarse soltera.
-        Ella lo ha decidido así, y no el destino, Lawrence.- Dave Richmond alzó la barbilla y fijó la vista en el conde-.  Tuvo la oportunidad de casarse, de tener estabilidad económica y un elevado estatus social, pero lo rechazó para cuidar a su madre.
Lawrence Wontherlann lo examinó con fijeza, pero antes de que pudiera formularle la pregunta que rondaba por su mente, unos suaves golpes sonaron en la puerta.
-          Adelante- dijo.
Frank Atwater entró al cuarto y dirigió una reverencia a ambos hombres. Traía consigo, sobre una bandeja plata, una misiva recién llegada a Blackwood Manor. Hizo entrega de ella al conde y se situó a su lado, en silencio. Lawrence Wontherlann se levantó de su asiento, con el mensaje fuertemente cogido entre sus manos. Se acercó a los ventanales, y una vez allí, la examinó. No tenia remitente, ni sello, ni firma alguna. La desdobló entre sus manos y la leyó con detención. A penas eran unas pocas palabras, escritas con despreocupación y celeridad.  
-        ¿Quién la trajo?- preguntó, con voz inexpresiva, una vez acabó su lectura.
-        Un servidor de la Grimmnhar Manor- le informó el mayordomo-. Le he ofrecido descansar antes de retornar, pero se ha rehusado a hacerlo. ¿Necesita algo más, señor?
-        No, Frank. Está todo bien.
-        Si me disculpa, señor, estaré en la cocina.
"No", se desmintió el conde mentalmente. "No está todo bien". Volvió a leer el breve mensaje, obligando a su mente hallar la solución al nuevo problema que se les presentaba, a él y a la resistencia inglesa. Norton Grimmhar había sido informado de una filtración de información. La red de espionaje francesa dentro del reino era mucho más fuerte de lo que pensaban, y ahora, sus planes tambaleaban de un hilo. Necesitaban informar a Wellinghton cuanto antes del peligro, e instarlo a que se cuidara las espaldas. Todas sus esperanzas se encontraban puestas en ese hombre; si llegaba a ocurrirle algo, dudaba que hubiera otro líder capacitado para dirigir el ejército inglés contra las fuerzas de Napoleón.



«Ten cuidado, Lawrence», le había escrito Norton. «Sospechan de nosotros. Somos la única red directa hacia Wellinghton. No pueden detenernos.»
-        Espero que no sea nada grave- oyó decir a Dave Richmond a sus espaldas.
-        No, Dave- mintió el conde-. Todo está bien.
-        Voy hacer un viaje a Londres, Lawrence- le informó el doctor-. Necesito proveerme de algunos elementos, ahora que la época más dura del invierno se aproxima. Si retraso la adquisición de estas medicinas, luego será imposible encontrarlas. La guerra, las enfermedad y el escaso transporte acabarán con los abastecimientos, incluso de Londres.
-        Estoy de acuerdo contigo.
-        Sobre todo, considero que debemos adquirir una cantidad considerable de fenol y láudano, entre otros- comentó el médico-. Prometo no ausentarme más que un par de días.
-        Por supuesto- contestó el conde distraídamente.
Su mente, en ese momento, se encontraba muy lejos de Dave Richmond y de Blackwood Manor. Necesitaba hacer llegar ese mensaje a Wellinghton, pero temía que lo interceptaran de camino a Londres. Y entonces, ¿qué sucedería con Inglaterra? Y lo que era aún peor, ¿qué sucedería con su hijo? Si los franceses lograban identificarlos, no dudaba que intentarían sacarlos de su camino.
-        Partiré esta misma noche- dijo Dave Richmond levantándose del sillón, y acabando el vino que quedaba en su copa-. ¿Necesitas hacer algún trámite? ¿Quizá enviar un mensaje a Londres?
Lawrence Wontherlann alzó el rostro lentamente. Ahí mismo estaba, en su propio cuarto, la solución a sus problemas, concretada en Dave Richmond y el inesperado viaje que realizaría a Londres. Sin darse la media vuelta, contestó:
-        Te estaría muy agradecido que entregaras una carta en mi nombre.
-        Lo haré- contestó el doctor-. Ahora, iré a preparar mi equipaje. Espero que podamos compartir unas copas más antes de mi salida.
-        Sí, amigo mío. Por supuesto.