domingo, 25 de septiembre de 2011

BLACKWOOD MANOR: Capítulo 7 (3/4)


Sofía abrió los ojos lentamente, y suspiró. Con lentitud, examinó el techo y su entorno. Aún no se acostumbraba a despertar en un cuarto ajeno y no en el suyo. La verdad, es que se le había dificultado aceptar muchas cosas desde su llegada a Blackwood Manor, pero por alguna extraña razón, aquella mañana no se sentía extraña ni fuera de lugar. Una inusitada felicidad, cuyo origen no pudo determinar en un comienzo, la hizo sonreír sin motivo.
La nítida figura de un caballero de gran atractivo, sonrisa deslumbrante y porte perfecto, se deslizó entre sus recuerdos y se aposentó en su cabeza. Mr. Dorian Fenwick… Sin desearlo, el corazón se le aceleró, y aquella emoción, cuyo origen no podía determinar momentos antes, se incrementó de manera considerable.
“Por esta vez pon atención a mis palabras y a mis advertencias, ya que poseo más experiencia que tú y Agnés en estos asuntos”, recordó las duras palabras que Harriet le había dirigido la noche anterior. “No sería la primera vez que un caballero engaña a una jovencita incauta e inexperta alardeando modestia y buenas intenciones; ni será la última, mal me temo”.
Sofía suspiró. No podía negar que el educado y elegante caballero había atraído fuertemente su atención, y aunque carecía de la experiencia de Harriet, estaba segura de no estar errando al confiar en él. ¿Qué podía saber ella sobre Mr. Fenwick, si ni siquiera se había dignado a bailar con él? A veces no podía creer la envergadura de la desfachatez y egocentrismo de su prima. No negaba que las fronteras de su experiencia se habían ampliado gracias a su abuela, Clarisse, pero eso no significaba que todo lo que dijese y pensase fuera cierto. Mr. Fenwick era un hombre honorable, que sólo había intentado advertirlas de un sinvergüenza sin escrúpulos. Lamentablemente, Harriet era demasiado tozuda como para reconocer sus errores.
-       Sin embargo, aunque la conducta de tan distinguido caballero me haya impresionado profunda y favorablemente, eso no quiere decir que esté dispuesta a iniciar una relación seria con él- se dijo-. Estamos pasando por tiempo muy difíciles y tristes, y pensar en estos momentos en romance y caballeros lo considero una verdadera falta de sensibilidad.
Con lentitud, Sofía acarició las suaves telas de seda que la cubrían y se sentó en la cama. Las cortinas color malva estaban descorridas, dejando que los rayos solares inundaran el cuarto y lo tiñeran todo de dorado. Sobre la mesilla, situada al costado derecho de su lecho, descansaba una bandeja de plata, ricamente elaborada, con su desayuno. Apartó las sabanas, y se colocó la bata de muselina color marfil que le había regalado su padre hace un año atrás. Acarició la tela con cariño, y una repentina nostalgia la invadió. Extrañaba a sus padres, la tranquilidad de su hogar, y su vida en Londres. Su único apoyo eran sus primas y el vínculo de estima que las unía. La angustiaba pensar que habían acabado la noche enemistadas con Harriet, pero estaba segura de que sus diferencias acabarían arreglándose prontamente.
-       ¿Qué es esto?
Justo a un costado de la bandeja de plata, había una pequeña nota doblada en cuatro. Sofía la cogió entre sus manos, y la abrió. Por unos instantes temió que se tratara de otra invitación del Conde de Blackwood a una fiesta, situación que, por cierto, no soportaría de nuevo. Estar al pendiente de Harriet y de Agnés, a la vez, había resultado un trabajo ciertamente agotador.
-       Dios mío…- murmuró, a la vez que un leve rubor cubría sus mejillas. Nerviosa, apoyó la carta contra su pecho  y caminó sin rumbo por el cuarto.
En un principio había desconocido por completo la letra del remitente de la nota. Los trazos eran elegantes, sinuosos, y levemente ladeados hacia la derecha. En su opinión, el autor de la misiva gozaba de una maestría exquisita para escribir, de tal forma que su sola vista, sin necesidad de leer su contenido, resultaba atrayente y digna de admiración, como una obra de arte conformada de letras, frases y tinta azabache. Intrigada, Sofía dirigió la vista hacia el final de la nota, en donde debía aparecer la firma del remitente. Y entonces lo vio…
-       Dorian Fenwick- murmuró Sofía con voz temblorosa.
Por unos breves instantes, sintió que su corazón dejaba de latir y que le faltaba la respiración. Vagó por el cuarto largos instantes, intentando calmarse, pero todo esfuerzo fue inútil. Le resultaba imposible olvidar la identidad del remitente de la nota que aferraba entre sus manos.  Pero, ¿por qué a ella? ¿Con qué motivo? No albergaba ninguna de que las respuestas a su preguntaba se encontraban encerradas en el contenido de la carta, pero por alguna razón que no acertaba descubrir, se sentía incapaz de iniciar su lectura.
“Por favor, Sofía”, se dijo cerrando los ojos. “Compórtate, te lo suplico. No es la hora ni el lugar indicados para perder el control”.
Tomó asiento en uno de los sillones de regencia que reposaban a un costado de la habitación, y al fin decidió leerla. Con extrema delicadeza, como si la nota guardara un inmenso valor y fuera en extremo sensible al tacto, inició su lectura. Sofía no tardó en descubrir, que no sólo la forma de escribir del caballero, sino también su redacción, resultaban atractivas. Se expresaba de forma exquisita, desprendiéndose de cada una de las palabras un encanto irresistible.


Mi muy estimada dama,
No dudo que la llegada de esta nota la tomará desprevenida, y por eso, antes que todo, ruego disculpe mi atrevimiento. Créame cuando le digo que su confección no ha sido premeditada, sino, al contrario,  producto de la más natural e insospechada inspiración. Inspiración que obedece al sentimiento de profunda fascinación que ha dejado usted en mí, tras esos inolvidables momentos que pudimos compartir durante el baile de la noche anterior.
Me sume usted en un dilema, querida mía. Su candor y la inocencia de su mirada, dan testimonio de la bondad y pureza de sus sentimientos. Esto me obliga a ir con cuidado, a tratarla con inmensa delicadeza y elegir con absoluto diligencia las palabras que utilizo, para no ahuyentarla. ¿Lo comprende? Sin embargo, algo en mi interior me impide ir con calma, esa inspiración que antes le he mencionado y que usted ha originado en mí, la que me invita a exponerle con absoluta claridad mis emociones y todos mis pensamientos.
Lo único que me inquieta, ahora que he abierto mi corazón y mi alma a usted, es que las declaraciones que le he hecho puedan asustarla, o hacerla dudar de mis verdaderas intenciones. Sólo deseo conocerla mejor, sumergirme en aquella mirada serena y pura, oírla hablar y perderme en los maravillosos matices e inflexiones de su voz, una vez más.
Se lo suplico, no me niegue la satisfacción de estar a su lado y disfrutar de su compañía. Semejante tortura no la soportaría. Sin embargo, si no está de acuerdo, si no corresponde mis sentimientos, le rogaría que me lo hiciera saber lo antes posible, a través de una muy breve misiva, en donde conste su absoluta negativa.
Cada tarde visito la biblioteca que se encuentra en el ala sur de ésta maravillosa construcción, momentos de soledad que utilizo para leer o reflexionar. La costumbre me conduce esa habitación solitaria, exento de compañía y de toda expectativa. Sin embargo, desde este día esperaré, con dolorosa e inquebrantable esperanza, su compañía.


Desde siempre suyo,


Dorian Fenwick.  



Al acabar la carta, la mirada de la joven vagó perdida por el cuarto. Un vendaval de sensaciones contradictorias la inundó por completo, impidiéndole pensar con claridad. Se sentía extraña, y en ocasiones, hasta ajena a sí misma. No podía creer que eso le estuviera ocurriendo. Resultaba difícil de creer que un caballero educado y de la clase de Mr. Fenwick pudiera fijarse en una jovencita como ella, y que además, estuviera interesado en conocerla más. Sus palabras, dulces y delicadas como un suspiro, hicieron vibrar hasta la última fibra de su alma. Sin embargo, la conversación sostenida con Harriet la noche anterior, obligaba a sus confundidos sentidos aferrarse casi con desesperación a la poco cordura que le quedaba.
“Sin embargo, si no está de acuerdo, si no corresponde mis sentimientos…”, decía la nota, “le rogaría que me lo hiciera saber lo antes posible, a través de una muy breve misiva, en la que  conste su absoluta negativa”.


Rápidamente, casi con urgencia, Sofía cogió papel, una pluma y tinta. Se sentó ante el escritorio y quedó por varios instantes mirando la hoja en blanco, incapaz de decidirse a escribir las palabras que condenarían sus recién descubiertos sentimientos y deseos. Y es que, Dorian Fenwick desconocía el efecto que habían ejercido sus almibaradas palabras sobre la joven, las que, como una llave, habían abierto su corazón a sensaciones desconocidas hasta el momento, dejando en libertad un sinfín de ilusiones, sueños, y emociones cuyo cauce era imposible controlar.


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Adam entró al cuarto seguido de Jacob, se sacó la camisa y se enjuagó el rostro sudoroso. Tras secarse con un paño limpio, sonrió al hombre que continuaba parado a su lado, y lo invitó a tomar asiento.
-       Jacob, amigo mío, ponte cómodo te lo suplico. Hace mucho tiempo que no venías a visitarnos, pero aunque durara años tu ausencia, ruego que la confianza que nos une jamás desaparezca- dijo Adam-. Este cuarto y esta casa te pertenecen tanto como a mí.

-       Me temo que eso no es posible, ya que no compartimos ningún vínculo de sangre- le hizo notar el recién llegado.

-       ¿Y acaso eso importa? Hay hermanos que se odian a muerte, a pesar de compartir la misma sangre y haber convivido por años bajo el mismo techo- aseguró Adam-. Los vínculos que nos unen a ambos son mucho más fuertes que los  que puedan compartir los integrantes de una familia. Somos amigos, Jacob, y la verdadera amistad jamás se debilita, sin importar el espacio que los separa, ni el tiempo que transcurra.

-       Cierto- asintió-. Así es.


Unos suaves golpes a la puerta llamó la atención de los dos hombres, interrumpiendo su plática.
       -     Señorito Adam, soy yo- oyeron la voz de el ama de llaves provenir del exterior.
       -    Adelante- dijo Adam tras colocarse una camisa limpia y cubrir su torso desnudo. 
De inmediato, Elene entró al cuarto, precedida por Denisse, portando sendas bandejas de plata con todo tipo de delicias y exquisiteces.
-       ¡Niño Jacob! ¡Qué alegría me da tenerlo aquí!- exclamó la mujer con verdadera emoción-. Estoy tan feliz. ¡Blackwood Manor vuelve a estar lleno de vida!
-       Me alegra mucho oírla decir eso, querida Elene- contestó el aludido estrechando las manos de la mujer con calidez-. ¿Así que ya han llegado las tan esperadas visitas?

-       Sí, así es. El joven Felipe y su hermano, el señorito Julián, el joven Kenneth y su primo, y las tres señoritas Beceksey- le informó-. Tiene que conocerlas, Jacob. Estoy segura de que las encontrará adorables.

-       Seguro que no más que usted- la elogió muy galante.

-      ¡Ay, niño! ¿Cómo se le ocurre decir semejante barbaridad? ¡Con la edad que tengo!- exclamó riendo coquetamente-. Pero dígame, ¿cuánto tiempo piensa quedarse en Blackwood Manor?
-       Sólo un par de días, me temo. Pero no entristezca, querida Elene. En cuanto finiquite algunos asuntos que tengo pendientes en Londres,  promete volver y quedarme una larga temporada. Luego suplicará que me marche.

-      ¡Eso es imposible! ¿Cómo se le ocurre, niño?- aseveró la mujer acariciándole una mejilla con ternura-. Pero, bueno, deben estar hambrientos y yo aquí importunándoles.- Acto seguido, acercó su rostro a Jacob, y en tono confidencial, agregó-: En cuanto pueda, debe usted conocer a Miss Harriet Beckesey.

-      ¿Miss Harriet Beckesey?- preguntó enviando una mirada llena de curiosidad a Adam.

-      Ya tendrá tiempo más tarde para eso, Elene…- intentó desviar la conversación el futuro Conde de Blackwood.

-      Es adorable. Me recuerda a los tiempos en que la condesa aún vivía, y era una jovencita tan buena, vivaz y hermosa como ella. Debería usted haberla visto bailando con el señorito Adam. ¡Hacen una pareja tan hermosa!- exclamó llena de ilusión!. Pero, bueno, sírvanse de una vez el desayuno. El pan está recién horneado, y el dulce lo he hecho muy temprano esta mañana.
Elene se retiró junto a Denisse, dejando a ambos hombres solos en el cuarto. Jacob enarcó las cejas y fijó la vista en su amigo. Le pareció que evitaba mirarlo, y que incluso, se sentía un poco incómodo. Una sonrisa jocosa se dibujó en sus labios al comprender lo que ocurría.
-       Con que Miss Harriet Beckesey, ¿eh?

-       Preferiría no hablar sobre eso ahora.

-       ¿Y cuándo pensabas hacerlo?- preguntó el hombre.

-      Pues… No lo sé- contestó el futuro conde-. No hay nada que contar de todas maneras.

-       ¿No? Pues a mí Elene me ha parecido muy ilusionada- argumentó.
Adam suspiró.
-         No vas a dejarme en paz, ¿verdad?

-         Hasta no saberlo todo de tan virtuosa señorita, me temo que no.
El aludido lanzó una carcajada y asintió.
-       Tú ganas, mi buen amigo, pero te advierto que no es una historia muy emocionante. Las señoritas Beckesey a penas han llegado hace un par de días.

-       Dato que no hace más que acrecentar mi curiosidad- contestó el otro. Bebió un sorbo del insumo preparado por Elene, y se acomodó en el asiento, como quien está a punto de escuchar una larga y cautivante historia-. Adelante. Soy todo oídos.

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Una vez preparada para bajar, Harriet llamó a la puerta que la comunicaba con el cuarto de Sofía y esperó pacientemente que la dejara pasar. En cuanto oyó la voz de su prima permitirle entrar, se aclaró la garganta, cuadró los hombros y abrió la puerta. En la habitación se encontró con Sofía y Agnés vestidas y correctamente acicaladas.
-          Buenos días- saludó Harriet.


-          Buenos días, Harriet- contestó Agnés a su vez, enviándole una cálida sonrisa.
Sofía, que examinaba atentamente su reflejo en el espejo, murmuró un par de palabras con aire ausente y continuó encerrada en sus pensamientos.
-          ¿Sofía?- la interrogó Harriet preocupada.


-          ¿Sí?- preguntó ésta fijando al fin su atención en ella-. ¿Qué decías?


-          ¿Estás bien?- insistió.


-          Sí… Sí, claro- respondió la joven-. Todo está bien. ¿Bajamos ahora?
Harriet la observó cruzar la habitación seguida por Agnés, y salir dignamente por la puerta. Había creído en un comienzo que estaría molesta por su última conversación, y que necesariamente acabarían tocando el tema de nuevo y todo se arreglaría entre ambas. Sin embargo, su extraña conducta no era consecuencia del enojo. Estaba distraída, ajena a su entorno e incluso a sus dos primas.
Iba a abandonar la habitación, cuando vio un papel arrugado tirado en el suelo. ¿De Sofía? Le costaba creer que su prima hubiera tirado al suelo aquella hoja, considerando el extremo orden con la que siempre cuidaba sus cosas. Harriet recogió el papel y lo abrió con cuidado. Le impresionó encontrar en él escrito sólo una palabra; una simple y clara negativa. Pero, ¿por qué? Y ¿para quién?
Intrigada, y temiendo que Sofía regresara junto a Agnés y la descubriera hurgando entre sus cosas, dejó la extraña misiva en el mismo lugar donde la había encontrado y salió del cuarto.

viernes, 23 de septiembre de 2011

BLACKWOOD MANOR: Capítulo 7 (2/4)





Lawrence Wontherlann, Conde de Blackwood, apoyó su espalda en el respaldo del sillón y dirigió una pensativa mirada hacia el exterior. Una hoja, con una breve misiva escrita en la cara superior, reposaba ante él en su escritorio. Había esperado aquella carta con ansiedad e ilusión a la vez, pero ahora que la tenía entre sus manos y conocía su contenido, habría deseado no leerla jamás. Las noticias de las que era portadora resultaban desalentadoras y preocupantes.

"La ignorancia es una bendición en ciertas ocasiones", pensó. "Esta es una de ellas".

Tras una silenciosa y breve pausa, volvió a coger la carta y la leyó por cuarta vez aquella mañana.




Lawrence, nuestra situación es crítica. Tus sospechas resultaron ser ciertas, lamentablemente: hay traidores entre los nuestros. Tenemos pruebas irrefutables que así lo demuestran. En un comienzo no quise poner atención a tus tempranas advertencias, pero mi testarudez y mi falta de juicio han puesto en peligro a nuestra patria y eso es algo que me resulta difícil de perdonar. Gracias a la Santa Providencia, y a tu aguda intuición, no tenemos consecuencias que lamentar, al menos, no aún, pero debemos permanecer alertas. Ahora más que nunca. Si resultaba inquietante tener a nuestro enemigo acechando desde el exterior, descubrir que sus influencias se han extendido como mala hierba en nuestras propias tierras, resulta simplemente escalofriante. Pero aún estamos a tiempo de erradicarla para siempre, Lawrence; es nuestro deber conseguirlo. Quizá no hemos podido librar una batalla junto a nuestros valientes hermanos en el frente, pero tendremos que hacerlo aquí mismo, en Inglaterra. Y créeme, nuestra lid no es inferior en importancia, ni será menos gloriosa nuestra victoria si la obtenemos.

Confío en que las órdenes de Wellinghton llegarán a las manos correctas, sin dificultades. Ten cuidado y mantén los ojos abiertos. En este minuto, la línea divisoria entre amigos y enemigos es difusa, y cualquier medida que tomemos resultará insuficientes para mantener a salvo los intereses de la corona y de nuestra amada Inglaterra. La discreción y la desconfianza, en estos momentos, son nuestras mejores armas. Sé que no nos defraudarás.

Samuel R.R.




El Conde dejó la misiva sobre su escritorio, se levantó de su silla y se situó junto a los ventanales que daban a su espalda. El tiempo y la naturaleza, serenos e inexpugnables, continuaban su eterno y sereno trayecto, mudos espectadores de la vida. Un día lleno de luz y frescura se desarrollaba en el exterior, ajeno a los rencores y temores de los hombres; ajeno a su propio estado emocional en aquél mismo instante. Una densa niebla envolvía su espíritu, asfixiando todo posible rayo de esperanza, luz y calor.  
      -    ¿Qué tipo de hombre vende a sus compatriotas y traiciona a su país, Jacob?- preguntó al hombre de estatura media que permanecía en silencio, situado al centro de la estancia. 
-                    -          Un hombre sin honor, Mi Lord- respondió solícito.

El Conde asintió con aire ausente.

-                 -          ¿Está todo bien, Mi Lord?

-                -        No, Jacob, me temo que no- respondió tras unos instantes de silenciosa meditación. Se dio la media vuelta, a fin de poder mirarle directo a los ojos, y continuó-: Nuestra situación es más compleja que antes. Ciertos individuos, cuyas identidades desconocemos de momento, han doblegado sus rodillas ante la bandera enemiga, subyugándose a su voluntad y haciendo propios sus ideales, fines e intereses.

-                 -    ¿Con qué propósito, Señor?

-                 -       No se mencionan en la carta, pero presumo que su objetivo es interceptar cualquier información sobre nuestros aliados que pueda resultar de utilidad a los francesas, para darles una ventaja en esta batalla.

-            -   Napoleón es un estratega astuto y hábil, jamás creí que echaría mano a tan burdos métodos para lograr la victoria.

-             -   Su situación actual no es la misma que hace un tiempo atrás. El exilio aún pende sobre su cabeza, recordando a sus antiguos seguidores, y a sus enemigos- dicho sea de paso-, que es un hombre como cualquier otro, con debilidades y defectos- explicó el Conde-. Necesita aferrarse a algo, a un nuevo elemento, que demuestre a sus aliados que tiene la ventaja sobre sus contrincantes y que, esta vez, no fallará de nuevo- concluyó con gravedad.

-                -    ¿Y si lo encuentra, Mi Lord? ¿Qué haremos? ¿Cuál será nuestro próximo paso?- lo interrogó Jacob.

-                -     Rogar a la Santa Providencia que nos ampare- contestó-. Y esperar que escuche nuestras súplicas.

“La pregunta es: ¿merecemos que nos escuche? Quizá no. Quizá merezcamos semejante destino. ¿No mirábamos en menos a las demás naciones? ¿No nos creíamos en la cúspide, como los únicos dignos de ser alabados por nuestras hazañas y nuestros avances? ¿No desoímos el clamor de los menesterosos y el llanto de los huérfanos? Adelante.”, reflexionó. “Este es el pago por nuestro egoísmo, nuestra insensibilidad y nuestra elevado ego: derrota y sumisión”.  




Lawrence Wontherlann paseó la mirada por el horizonte, tropezando en su trayecto con una figura querida y familiar, recortada contra el verdor de las colinas. Adam regresaba al hogar, montado en la briosa Corsa, luego de una larga mañana de agotador paseo por los extensos dominios que circundaban a Blackwood Manor. Una profunda e intensa preocupación invadió su alma al pensar en su hijo, y en el peligro al que lo estaba exponiendo. No era justo que amenazara su vida un peligro que ignoraba por completo; sin embargo, no tenía otra opción. La pasividad le resultaba insoportable, sobre todo si tenía como resultado el sometimiento de Inglaterra bajo el poder francés. 

“¿Debería ser honesto con él? ¿Debería descubrir y relatarle nuestros planes, el importante papel que cumplimos sirviendo a nuestra patria?”, se preguntó. “¿Acaso eso evitará que el sentimiento de culpabilidad y la constante preocupación que corroe mi alma, día tras día, acabe de una vez?”

-                     -    ¿Enviará la carta de Lord Wellinghton hoy mismo a Londres?- oyó preguntar a Jacob, interrumpiendo así sus sombríos pensamientos.

Lawrence Wontherlann negó con la cabeza.

-      No, hoy no. Adam se acerca y dentro de unos instantes estará aquí. Sé que le dará alegría verte- dijo-. Ve con él.

-      Discúlpeme, Mi Lord, espero que no considere impertinente mi pregunta, pero debo formularla de todas formas.

-       Adelanta. Hazla. 

-    ¿Cuándo le contará a su hijo lo que está ocurriendo?- Jacob esperó que el conde reprobara su osadía y respondiera a su pregunta al mismo tiempo, pero nada de eso ocurrió. Haciendo acopio de unas fuerzas y valentía de las que carecía por completo, inspiró hondamente e insistió-: Creo que Adam está en su derecho de saberlo. Sirvió algún tiempo en el ejército, y es un hombre de fiar. Por esa, y muchas razones más, creo que debería confiar en él y explicarle su papel en esta guerra. Estoy seguro de que nos entregaría su apoyo incondicional; y aún más, que nos ayudaría a conseguir nuestros objetivos y a combatir con cada uno de los obstáculos que se nos interpongan por el camino, con denuedo y valentía.

Un nuevo silencio reinó en el salón.  

-       ¿Ya has acabado?- le preguntó el Conde finalmente.

-       Sí, Mi Lord.

Lawrence Wontherlann inspiró hondamente.

-    Podría decirte que estoy indignado por tus palabras, reprobar tu conducta, sancionar severamente tu osadez, y advertirte duramente que no te inmiscuyas en asuntos personales, que sólo conciernen a mi hijo y a mí- respondió el Conde-. Pero no es el caso, primero, porque yo mismo te di la confianza de expresarme todas tus opiniones, sin medir tus palabras ni moldearlas en atención a mí título, ni a mí condición social; segundo, porque siempre he valorado tu buen juicio y tus consejos; y tercero, porque indudablemente tienes la razón- concluyó. Se dio la media con lentitud y parsimonia, fijando su vista en la nota que seguía suspendida sobre su escritorio. Luego alzó la vista y miró al hombre que esta ante él, y agregó-: Ahora responderé a tu pregunta: no lo sé. ¿Con eso basta?

-       Sí, Mi Lord.

-      ¿Hay algo más que desees preguntarme?

-       No, Mi Lord- respondió el aludido-. No aún, al menos.

El Conde esbozó una débil sonrisa, y asintió con la cabeza.

-       Puedes retirarte. No hagas esperar a Adam.

Jacob se inclinó respetuosamente, y salió de la instancia, dejando a Lawrence Wontherlann, Conde de Blackwood, al fin sólo. El hombre siguió con una mezcla de placer y angustia, la escena que se desarrolló al exterior. Como bien suponía, el encuentro entre ambos jóvenes fue efusivo, y no tardaron en desaparecer de su vista e internarse en el hogar, llenos de ganas de charlar y compartir las experiencias vividas durante los meses que estuvieron separados. 

¿Qué tipo de hombre vende a sus compatriotas y traiciona a su país?”, recordó la pregunta que había formulado momentos antes a Jacob.

-                      -       El mismo tipo de hombre que es capaz de engañar a su único hijo- respondió a la pregunta el Conde en voz alta-. Un hombre sin honor.

Cogió la carta que estaba sobre el escritorio, la leyó una vez más, y acercándose a la chimenea, la tiró al fuego. Observó con hipnotizante atención las llamas consumir el papel, y hacerlo desaparecer por completo;  cada punto, cada palabra, cada frase, convertidos en cenizas y disueltos para siempre.

Ojalá fueran capaz también de consumir las negativas emociones que su contenido había sido capaz de dar lugar en su corazón. Pero, claro, eso era imposible.




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Harriet estaba cepillando su cabello, cuando oyó los suaves golpes provenir de la puerta.

-          Adelante- contestó levantándose del taburete para recibir a la recién llegada.

Judith entró al cuarto, y se inclinó ante la joven.

-          Elene me ha enviado a atenderle, señora- informó la joven. 

-     Y les estoy enormemente agradecida a ti y a ella por disponer de su tiempo para hacerlo- dijo Harriet. Judith asintió en silencio, y comenzó a cumplir sus labores.

La relación de Harriet con el resto de la servidumbre había sido fluida desde un comienzo. Sin embargo, con Judith las cosas no habían funcionado de la misma manera. Temiendo que la joven fuera tímida, y por eso se mostrara tan distante y silenciosa, decidió trabar conversación con ella y así hacerla sentir más cómoda. Sonriente, Harriet se dio la media vuelta, y apuntó hacia los ventanales, uno de ellos abiertos de par en par, y dijo:

-     Sé que no debí  hacerlo hasta estar vestida, pero no he podido evitarlo. Este lugar ejerce una atracción irresistible sobre mí: el sol, la brisa fresca y limpia, y estos campos siempreverdes, puros  y ajenos al ajetreo de Londres, carente de sus vicios, de sus calles adoquinadas, de las industrias y el humo que corrompe el ambiente. Aquí se respira paz; una verdadera, infinita y profunda paz. ¿No lo crees tú, Judith? 

-   Lo que usted diga, señora. ¿Quiere que le prepare su baño?- preguntó la criada, indiferente a su comentario y a sus esfuerzos de entablar una conversación.

-   Sí… Claro- respondió Harriet, sin poder evitar que la actitud de que la joven la perturbara. 

De ahí en adelante, la situación entre ambas mujeres no progresó mayormente. Judith no respondió a su intento de trabar amistad ni por asomo. Quizá alguna dama más quisquillosa, la habría acusado de ser una insolente, pero Harriet no lo pensaba así. Sólo deseaba ser agradable con Judith, pero ésta no paraba de demostrar el poco aprecio que le tenía, evitando cruzar su mirada con ella, y respondiendo a sus preguntas de forma escueta y con vaguedad. Ni siquiera un amago de sonrisa cruzó por sus labios durante todo el tiempo que estuvieron juntas. No es que Judith estuviera obligada a compartir una estrecha amistad con Harriet; las relaciones forzadas eran inútiles, y acababan siempre colapsando. Sin embargo, aunque no buscaba su afecto, y aún menos su devoción, sí esperaba poder entablar una relación amistosa con ella, y con todo el servicio. Una buena convivencia se basaba en el respeto y la cortesía, y en la capacidad de poder charlar sobre temas agradables, sin presiones ni traba alguna. Sin perjuicio de lo anterior, si Judith no deseaba conversar con ella ni establecer ningún tipo de vínculo emocional, Harriet no insistiría.

-       Está todo listo, señora- le informó la criada-. Volveré en cuanto termine.

-       Gracias, Judith.- La joven se inclinó ante Harriet y salió sin decir ni una palabra.

Tras desnudarse rápidamente, Harriet se sumergió con deleite en la bañera. Un suspiro de satisfacción brotó de sus labios al sentir las cálidas aguas acariciando cada punto de su cuerpo. Desprendían una suave esencia a lavanda, que no tardó en perfumar el ambiente por completo. 

Al contrario de su abuela, a Harriet no le gustaba recrearse mientras se bañaba. Clarisse solía llevar sus novelas a la bañera, y exigía a la buena de Doris que mantuviera la temperatura del agua hasta acabarlas. Sí, nadie diría que la adusta y siempre realista Clarisse Beckesey le podría gustar leer novelas románticas, pero así era. Renegaba completamente de la existencia del amor, y la veracidad de los votos de fidelidad y devoción eternos entre un hombre y una mujer, pero Harriet estaba segura que ninguna mujer en toda Londres contaba con una biblioteca tan surtida y rica en novelas románticas como la de Clarisse.

-        Te extraño, abuela- se dijo-. A ti y a mi padre.

Una vez la joven se embardunó de jabón hasta la punta de los cabellos, se dedicó a frotar con delicadeza los brazos y cada punto de su cuerpo. Una vez limpia, se sumergió una vez más en las aguas tibias, y salió de la bañera. Cuando Judith volvió, Harriet se había colocado su bata y se cepillaba el cabello mojado ante el espejo.





La sirvienta hizo la cama en silencio, guardó sabanas limpias en un cajón y se dedicó a preparar la ropa de Harriet para que se vistiera. Harriet la observó dar una detallada ojeada a cada vestido, y luego volver a colgarlos uno por uno, casi ajena a su presencia. Tan inmersa estaba en dicha tarea- y Harriet estaba tan resignada a su silencio también-, que no pudo evitar dar un respingo al oír su voz.

-          ¿Cómo es Londres?

Harriet dejó el cepillo sobre el aparador, y sonrió. No podía negar que se sentía satisfecha por esta inesperada demostración de cercanía de la joven.

-    Pues… en realidad, no sabría por dónde comenzar. Londres es una ciudad muy grande. Posiblemente podrías recorrerla entera en un par de días, pero para conocerla, tardarías meses.- Harriet sonrió-. Tal vez el comentario que hice antes no debió parecer muy alentador, pero créeme cuando te digo que Londres es un lugar fascinante. Es cierto que no disfrutarás de los campos verdes, ni de la brisa fresca, ni de la paz que hay en Blackwood Manor, pero esa carencia se ve recompensada por otras cosas. 

-         ¿Qué otras cosas?- quiso saber la criada.

-      Espectáculos, óperas, conciertos, exposiciones, reuniones literarias, y un comercio tan fructífero como diverso- señaló Harriet.

Judith asintió, sin hacer comentario alguno, y regresó a sus tareas. Harriet creyó que no volverían a hablar, por lo que la sorprendió ver a la joven acercarse a su espalda y devolverle la mirada a través del espejo. 

-   Quizá le haya extrañado mi pregunta, pero la verdad es que nunca he estado en Londres.

-    Algún día podrás visitarla- le dijo Harriet-, y comprobarás por ti misma lo que te he dicho. Y si no tienes dónde quedarte, siempre podrás llegar a casa de mi abuela, en Pellmourn, en las villas que se encuentra al sur de Londres.

-   Tal vez…- murmuró ella con aire ausente. Harriet la observó quedar inmóvil y pensativa por unos instantes, y luego volver a alzar la vista-. ¿Está lista para que la peine?

-      Sí- accedió Harriet.

Judith cepilló su largo cabello rizado distraídamente. La expresión de su rostro era indefinible y hacía imposible precisar qué sentía o qué estaba pensado.

-      ¿Le gusta Londres?- preguntó de pronto.

Harriet meditó la pregunta unos instantes antes de responder.

-     Nací y crecí en ella. A Londres se encuentran ligados mis más valiosos recuerdos; y en ella está mi familia, mi hogar y mi corazón- dijo-. Así que sí, Judith, me gusta Londres y deseo regresar cuanto antes a ella.

-       ¿Le espera alguien allí?

-   Mi abuela y espero que mi padre también, en cuanto la guerra acabe- contestó Harriet-. ¿Por qué lo preguntas?

La criada le dirigió una intensa mirada y luego volvió a fijar toda su atención en su trabajo. 

-        ¿Conoce los rumores que están circulando por la casa, señora?

-     ¿Rumores? ¿Qué rumores?- quiso saber Harriet extrañada y llena de curiosidad, a la vez.

-     Todos dicen que hace una hermosa pareja con Mr. Wontherlann, el hijo del Conde de Blackwood- dijo.

-      ¿Lo dicen?- preguntó Harriet. Dejó escapar una sonrisa y negó con la cabeza-. Se lo advertí, pero no quiso prestar atención a mis palabras y ahora estas son las consecuencias- aseguró-. Pero, dime, ¿por qué me lo cuentas?- Judith se detuvo, vacilante, como si dudara que fuera correcto continuar hablando sobre el tema-. ¿Acaso hay algo más que deba saber?

Una repentina angustia se adueñó de Harriet. El silencio de Judith la atormentaba, haciéndole sentir cada vez menos segura de querer escuchar su respuesta. Si no, ¿por qué dudaba tanto? ¿Qué es lo que había oído? ¿Algún comentario de Adam o de su padre, el Conde? ¿Consideraban quizá que no era un buen partido? ¿O que era una descarada por haber rechazado a Mr. Fenwick durante el baile? Harriet suspiró profundamente, e intentó tranquilizarse. ¿Desde cuándo le importaba la opinión de los demás? En cuanto se fuera, nunca más volverían a verse con Adam, ya que ella estaría en Londres y no tendrían ocasión de encontrarse nunca más. Su estadía en Blackwood Manor era momentánea. Se iría en cuanto la guerra acabara, y entonces regresaría a la capital junto a su abuela y a su padre, y todo volvería a ser como antes. Asistiría a decenas de conciertos, óperas, bulliciosas veladas sociales, y… se casaría con Alexander, como todos esperaban que hiciera. 

“Y como quiero hacerlo”, pensó, aunque sin demasiada convicción. 

-     En realidad, señora, todos concordamos, que hacen una hermosa pareja. Elene dice que usted le recuerda a difunta condesa de Blackwood, la esposa de Mr. Lawrence Wontherlann, que en paz descansa. Sin embargo…

Harriet sintió que el estómago y la garganta se le oprimían por la ansiedad que sentía.

-    Usted me parece una joven buena, pero inocente e inexperta, y temo que pueda hacerle daño.

-      Creo que no entiendo- dijo Harriet-. Te ruego que te expliques.

-     Lo que quiero decir, es que usted no conoce en absoluto al hijo del Conde. Usted quizá sea un buen partido, no lo dudo, ya que fue criada como una dama, pero eso no es suficiente. El joven Adam tiene un pasado turbio, y aunque es un hombre bueno, como su padre, me siento obligado a advertirle…

-       ¿Advertirme de qué?

-       Ya le dije. Usted me parece una buena joven, con modales y fortuna, pero no podrá retener a Adam a su lado. ¿O acaso no ha oído nada de su pasado? ¿Del desafortunado desenlace de muchas señoritas de su clase, que compartieron un romance con él? 

Harriet apartó la vista, sin saber qué decir. ¿Por qué todos sentían la necesidad acusiante de advertirla sobre Adam Wontherlann? ¿Acaso no parecía capaz de cuidarse por sí misma?

-   Siempre acaba dejándolas a todas. Las conquista, les hace creer que las ama, y cuando al fin obtiene de ellas lo que desea, se da la media vuelta y se aleja- explicó Judith-. Pero, bueno, todos los hombres son iguales, ¿no? Contraen matrimonio, y cuando están felizmente casados, dejan a sus esposas en las casas y se van a buscar placer a otras partes…

Judith guardó silencio y dirigió una atenta mirada a Harriet a través del espejo. Mientras hablaba, se había dedicado a observar cada reacción de la joven con creciente interés. Había suplicado que sus palabras tuvieran el efecto deseado, y por poco lanza un grito de alegría al comprobar que así era. “La altiva y presumida Harriet Beckesey ya no se ve tan segura, ¿no?”, se dijo con satisfacción. Parecía consternada, y perdida, como una niña abandonada en un pueblo desconocido, sin nadie a su alrededor para ayudarla ni cogerle la mano. Tuvo que apartar la vista para disimular la sonrisa que comenzaba a dibujarse en sus labios.

-       Lamento mucho haber tenido que decirle estas cosas, señorita, pero...

-       Basta- la oyó murmurar.

-       ¿Cómo ha dicho?

-     ¡Dije,  basta!- repitió con mayor vehemencia Harriet, a la vez que se ponía en pié y la encaraba. Su mirada penetrante, y su gesto altivo, hicieron retroceder a Judith-. No sé por qué me has dicho todo esto, pero no te lo agradezco. Me mostré afable contigo e intenté darte mi confianza y mi afecto, pero jamás te di la libertad para expresarte de esa forma tan vulgar ante mí- la increpó, sin perder la compostura ni la elegancia, lo que la convertía en una enemiga aún más temible y digna de respeto-. Tu insolencia es intolerable, pero me resulta más indignante aún, que te expreses de esa forma de tus amos. Efectivamente, desconozco por completo el pasado de Mr. Wontherlann, sin embargo, no guardo ningún oculto deseo de conocerlo, ni ahora ni en un futuro próximo o lejano- puntualizó-.  No mencionaré a nadie tu vergonzoso comportamiento por esta vez. Pero si vuelve a repetirse, no dudes que lo haré. ¿Lo has entendido?- preguntó. Acto seguido, le dio la espalda, volvió a tomar asiento frente al aparador y dijo-: Puedes retirarte.  

Judith se dio la media vuelta, omitiendo inclinarse ante Harriet como dictaban los buenos modales. Sentía la necesidad imperante de abandonar ese cuarto, y no volver jamás. Sin embargo, la rabia y la impotencia que la invadían, la obligaron a detenerse y encarar a la joven dama por última vez. Como una serpiente preparándose para atacara a su presa, se dio la media vuelta, con los garfios al descubierto, rezumando veneno y cólera contenida. 

-     Al joven Adam no le interesan los compromisos con señoritas como usted, frívolas, remilgadas y llenas de aprensiones- escupió, con el rostro desfigurado por el rencor que sentía-. Para eso me tiene a mí. Una mujer de verdad, que es capaz de satisfacer sus necesidades sin reparos ni prejuicios de por medio. Y si cree que me intimida sus amenaza- dijo-, está muy equivocada. No importa cuánto me aleje de este lugar. Él volverá a mí, como siempre lo ha hecho. ¡Como siempre!

Harriet no respondió a sus palabras, ni se dignó si quiera a dirigirle la mirada. Consciente de que había perdido el control, y llena de impotencia, Judith abandonó el cuarto y se alejó corriendo por los pasillos hacia un lugar solitario. Buscó una habitación vacía, lo más alejada posible del resto del hogar, y se encerró en él. Temblorosa y con la respiración agitada, apoyó la espalda en una de las murallas e intentó calmarse. 

-    Desgraciada… ¿cómo se atreve a tratarme así?... Es una miserable… Una infeliz…- despotricaba en voz alta. Con los puños cerrados, golpeó los muros violentamente y gritó-: Me las pagará. ¡Juro que me las pagará!- Poco a poco, las ofensas y la ira se convirtieron en lágrimas, que se deslizaron sin cesar por sus mejillas. Sin fuerzas y sin poder dejar de sollozar, se deslizó por la muralla lentamente hasta llegar al suelo-. La odio...- murmuró entre llantos-. La odio...