viernes, 14 de octubre de 2011

BLACKWOOD MANOR: Capítulo 8 (1/5)

"¿Por qué Sofía se comporta de forma tan extraña?", iba preguntándose Harriet, mientras era conducida por el Capitán Dolleby hasta la biblioteca. "¿Qué significa esa negativa? ¿Y qué es lo que hacía abandonada en el suelo de su cuarto?"
-        Hemos llegado- interrumpió el hilo de sus pensamientos la grave y seductora voz de Adam-. Por favor, pasen- les dijo inclinándose educadamente junto al umbral de la entrada.
Harriet suspiró, sin ser consciente de la evidente admiración con la que lo observaba. Ese hombre... ese hombre era perfecto. No podía describirlo de otra forma. Cada uno de sus movimientos rezumaba elegancia y cortesía, sin embargo, había algo en sus ojos, en el brillo de su mirada, que expresaba un ardor y una fuerza indescriptible.  Se imaginó siendo besada por él, estrechada entre sus fuertes brazos, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. "¡Harriet!", desaprobó contrariada tan libidinosos pensamientos. No podía comprenderlo... Había conocido hombres atractivos; hombres encantadores y refinados, rodeados de fortuna y de reconocidos apellidos, sin embargo... Harriet volvió a examinar con atención a Adam, y no pudo evitar que su corazón diera un vuelco en su pecho. "Esto no está bien...", pensó ciertamente contrariada, y a la vez, presa de una profunda confusión. "Esto no debe suceder". Haciendo acopio de unas fuerzas que jamás habría creído tener, apartó la vista del futuro Conde y la dirigió hacia el salón que se extendía ante ellas.
Era soberbio. Grandes ventanales se alzaban a lo largo de uno de sus costados, dejando entrever un paisaje de ensueño, acariciado por el sol, lleno de verde y un río de aguas mansas y cristalinas cruzando, cual serpiente de plata, los extensos predios de los Blackwood. Altos estantes caoba, cubrían los muros restantes de la suntuosa estancia. Un número inimaginable de obras, yacía colocado en meticuloso orden en cada una de sus entradas, de acuerdo a su nombre y a su particular tamaño. Los había con tapas de cuero y de simple papel, nuevo y viejos, escritos por connotados escritores y de autores cuyo nombre el mundo desconocía por completo. Harriet no pudo evitar sonreír, y junto a ella sus primas, cuál de todas más amante de tan bello y satisfactorio pasatiempo.
-        Miss Prince- llamó Adam la atención de la dama que continuaba su abstraída escritura en un libro de tapas jaspeadas, ajena a la presencia de los recién llegados-. ¿Miss Prince?- insistió el futuro Conde, a la vez que se acercaba a ella.
La mujer alzó el rostro y le dirigió una pensativa mirada. Casi al mismo instante, abrió desmesuradamente los ojos, y cerró el libro en el que escribía, con evidente sobresalto. Nerviosa, y un poco confusa, se incorporó de la silla para darles la bienvenida, logrando, a su paso, dar vuelta el frasco de tinta. El líquido negro se derramó por la superficie nacarada de la mesa, y goteó sobre el suelo, impregnando la costosa alfombra que lo cubría, con su intenso color.
-        Dios mío...- murmuró Miss Prince, apreciando con claro estupor lo sucedido-. ¡Dios mío!
Inmediatamente cogió su propio pañuelo de encaje y seda, y se dedicó personalmente a limpiar el desastre que había provocado.
-        ¡Lo lamento tanto!- exclamó ella fregando la mesilla con insistencia, lo que sólo provocaba, en definitiva, que la tinta se esparciera aún más-. Soy tan torpe... Debe disculparme, Mr. Wontherlann, yo... No ha sido intencional... ¡No les he visto, y luego usted me ha hablado y...!
-        Miss Prince, no tiene de qué disculparse...- añadió de inmediato el futuro Conde, que no tardó en ser interrumpido por las compulsivas y reiterada disculpas de la mujer.
-        Pero, es que...- objetó ella hecha un manojo de nervios-. ¡Es que ha sido sin intención! ¡Créame usted...! Sólo escribía... Jamás pretendí...
Sin que ninguno de los presentes se percatara de su llegada a la biblioteca, Julián cruzó el salón y cogió las manos de la acongojada dama. Una cálida sonrisa se dibujó en sus labios, a la vez que un brillo de compasión refulgía en sus ojos verdes.
 
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Agnés sintió que algo se removía en su interior al ver al joven aparecer con tal determinación, directo a prestar a ayuda a la desconsolada mujer. Se dedicó a calmarla, ajeno a todas las miradas de los presentes. Toda su atención se hallaba puesta sobre la angustiada dama, objeto de todos sus amables cuidados, y de una sensibilidad que Agnés jamás habría creído que poseía.



Sin embargo, no podía olvidar que Julián Ranford se había comportado como un verdadero truhán durante el baile. Creyó por unos instantes que el joven la obligaría a bailar con él durante toda la noche, con la pura y simple intención de incordiarla. Pero tras el breve percance con Mr. Richard Thograwn, él se había marchado del salón y no volvió a verle más. ¿Quizá le había aburrido el baile? No le extrañaría, ya que debía estar acostumbrado a asistir a concurridas y suntuosas veladas, llena de gente que conocer, y muchas bellas y animadas damas, con las que compartir. Una muchacha apocada, y silenciosa como ella, seguramente no satisfacía en absoluto sus intereses. Y debía agradecer de que así fuera. Julián Ranford era un caballero peligroso y atrevido; un verdadero bribón, desvergonzado e insolente.
-        Miss Prince- le habló el joven con voz suave, un murmullo sugerente y cautivador que hizo estremecer a Agnés de pies a cabeza-. Por favor, escúcheme. Se lo ruego.
El corazón y el alma de Agnés vibraron de emoción al sentir la calidez de su voz, y la considerada atención que prestaba a la angustiada mujer. Aquél...aquél no era el Julián Ranford que ella conocía. Era un ser distinto; un ser sensible y compasivo. ¿Por qué entonces se comportaba de forma tan indolente y fría con el resto de las personas? ¿Por qué esa actitud cínica y burlesca? ¿O es que acaso fingía esa atención, esa mirada consoladora, esa sonrisa dulce y compasiva?
Miss Prince intentó apartarse de él mientras seguía dando explicaciones inentendibles. Logró liberar una de sus manos, aquella que aferraba el pañuelo, ahora manchado de negro, e intentó volver a intentar limpiar el desastre que había dejado, pero Julián la detuvo.
-        No, no, no...- reprobó su conducta el joven caballero como si se tratara de una niña. Con delicadeza, le arrebató el pañuelo que tan fieramente sostenía y se lo guardó en uno de los bolsillos de su pantalón de tela. La mujer alzó la mirada y lo miró suplicante. 
Agnés, atenta como estaba a la conducta de Julián, pudo apreciar con toda nitidez su vacilación, así como la repentina y fugaz tristeza que reflejó su rostro. Sin saber por qué, sintió su corazón contreñirse de dolor, como si, por unos instantes, hubiera sido capaz de sentir y compartir el sufrimiento del joven caballero, aún desconociendo por entero su origen. Sin embargo, y a pesar de la intensidad de la emoción que reflejó su rostro esos pocos segundos, Julián Ranford no demoró en recobrar la seguridad y determinación que tan características le eran.
-        Debe usted dejar de culparse, se lo suplico. Ha sido un accidente. Todo estará bien- le aseguró, con absoluta convicción-. Se lo juro.
Agnés asintió, sin ser consciente de que lo hacía. Al oírlo decir aquellas palabras, algo cálido se había despertado en su interior, desplazándose por cada uno de sus miembros, hasta colmar su corazón por entero con su agradable tibieza. ¿Quién podía llegar a dudar de semejantes palabras? La extrema calidez de su mirada, sellaban su juramento, y no permitían poner en entredicho su veracidad. Él prometía que todo estaría bien, y eso bastaba.
En aquél momento, Elene entró a la habitación, precedida por Judith. En cuanto vio el estado de Miss Prince, y la tinta derramada sobre la alfombra, comprendió lo ocurrido y ofreció a la dama llevarle un té a su cuarto. Miss Prince asintió, y aceptó el brazo que Adam le ofreció para conducirla hasta su habitación. Julián se ofreció a acompañarlos, y juntos, salieron de la biblioteca, dejando a todos los presentes sumidos en un tenso silencio.
"Pobrecilla...", pensó Harriet.
No podía negarlo. La reacción de Miss la había dejado intranquila, y con la sensación de que la angustiada mujer necesitaba desesperadamente alguien con quien charlar. Le preocupaba su nerviosismo. Por unos instantes, tuvo la firme certeza de que intentaba ocultarles algo, pero luego... Pensativa, Harriet dirigió la vista hacia la mesa donde Miss Prince había estado escribiendo al entrar ellos en la biblioteca y examinó su superficie. Ahí estaba. Su libro. Aquél que escribía tan concentradamente y que cerró con tanta vehemencia al percatarse de su presencia. 
Siguiendo un presentimiento, cogió el pequeño y preciado objeto, y se dirigió hacia la salida.
-        ¿Harriet?- la interrogó Sofía-. ¿Harriet? ¿A dónde vas?
-        A devolverle su libro a Miss Prince- contestó-. Sería terrible que, considerando su actual estado, repare y lamente su ausencia.
Dicho aquello, no se detuvo y abandonó la biblioteca.
 
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Sofía siguió a Harriet, pero se detuvo a mitad de camino, y se dirigió a Agnés y al Capitán Dolleby que aún quedaban en la habitación.
-        Capitán, le suplico que acompañe usted a Agnés durante mi breve ausencia- le dijo-. Regresaré enseguida.
-          Descuide, Miss Beckesey- asintió el hombre con una leve inclinación.
-          Gracias.- Y dijo a Agnés-: No tardaré. Te lo prometo.
Agnés asintió, y en pocos instantes, quedó a solas en la biblioteca con el capitán Dolleby. El caballero la invitó a tomar asiento, ofrecimiento que la joven no tardó en aceptar. El caballero se acercó a uno de los ventanales, y se dedicó a admirar en silencio el exterior.
-        Que desgraciado infortunio, ¿no lo cree?- oyó decir al capitán con voz pensativa-. Aunque debo decir que ese...caballero, que de pronto ha aparecido y acudido en su rescate, realizó una labor impresionante.
-        Mr. Ranford- contestó Agnés de inmediato. Un leve rubor tiñó sus mejillas al pronunciar su nombre.
-          ¿Cómo dice usted?- preguntó.
-          El caballero- dijo ella, aún más nerviosa-. Es Mr. Julián Ranford.


Jacob Dolleby examinó con detenida curiosidad su rubor y el nerviosismos extremo que de pronto demostraba, y asintió en silencio. No era necesario ahondar para saber la razón del azoramiento de la joven. No sabía lo que era estar enamorado, y si agregaba a eso, el reducido número de mujeres con la había intimado durante su vida, lo convertían en un hombre con poquísima experiencia en materias del corazón. Sin embargo, no le cabía duda de que la joven Miss Agnés Beckesey sentía algo por ese joven caballero, y que lo admiraba en sobremanera. La vehemencia con la que había pronunciado su nombre, a pesar de su evidente timidez, lo demostraban. Deseaba algún día poder amar y ser amado por un mujer bella y cálida como ella, cuyo sola mirada fuera capaz de hacerle sentir una infinita paz.
Jacob sonrió. No era un celestino, ni nada semejante, sin embargo, esperaba de todo corazón que la joven fuera correspondida y que el caballero fuera consciente de la enorme suerte que tenía.
"Y si no es así", pensó. "Es un completo imbécil".
 
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Cuando Sofía salió de la biblioteca, Harriet ya había abandonado el pasillo y seguramente ya estaría subiendo las escaleras. La joven suspiró, a la vez que apuraba el paso levemente; lo suficiente para ir más de prisa, pero sin llegar a parecer desesperada. Podía imaginarse a Harriet cogiéndose la falda y corriendo por el pasillo, sin ningún tipo de decoro ni recato. ¿Cómo podía cuidarla, si decidía abandonarlas así de pronto? Podría haberla llamado a gritos, o haber reprobado su conducta en la biblioteca, pero no habría sido educado estando el capitán Dolleby presente.
Llegó a las escaleras, y dirigió una mirada hacia el largo pasillo que daba hacia el extremo opuesto de la mansión. Se detuvo en el primer peldaño de la escalera, y recordó de pronto la misiva enviada por Mr. Fenwick y su contenido. Sintió que el corazón se le comprimía por dentro, y que los recuerdos se agolpaban en su mente.  Lo ocurrido en la biblioteca había logrado hacerla olvidar por unos breves momentos las palabras de Mr. Fenwick, pero ahora que volvía a pensar en ello, sentía que todos sus temores y contradictorios sentimientos se cernían sobre ella con la violencia de un huracán. 
Tras recibir y leer la nota, había permanecido por momentos interminables con la pluma suspendida sobre el papel, sin saber qué decir, ni cómo actuar. No podía llegar a creer que un caballero como Mr. Dorian Fenwick se interesara en una joven con ella, sin embargo, una alarma en su interior le repetía, con especial insistencia, que tuviera cuidado. Tras largos momentos de reflexión, llegó a escribir una negativa, pero no fue capaz de enviarla. Su corazón se resistía a hacerlo, a pesar de las duras e inflexibles exigencias de su razón.
Inmóvil, con la vista en el largo y solitario pasillo que se habría a su izquierda, inspiró hondamente y asintió.
-          Esto debe acabar- se dijo-. Y debo hacerlo personalmente.
Enviando una desconfiada mirada a su alrededor, dejó la escalera y se alejó en dirección opuesta a la que había llegado. Jamás había transitado por ese sector de la mansión, y aunque desconocía el lugar exacto donde se hallaba la biblioteca, no dudaba de que la acabaría encontrando. Mr. Fenwick tenía que entender la razón de su negativa... ¡unas simples palabras plasmadas en un papel, jamás podrían expresar lo que verdaderamente sentía! El caballero merecía toda su admiración, pero ni ella, ni sus primas, se encontraban en Blackwood Manor para entretenerse con caballeros. ¡Y no es que encontrara que Mr. Fenwick fuera una entretención pasajera! ¡En absoluto! ¡La Santa Providencia era testigo del verdadero sentir de su corazón! Sin embargo, debía dar el ejemplo a sus primas, y mantener la cordura.
Sofía continuó caminando, cada vez más deprisa, a pesar de sus firme intención de no reflejar el nerviosismo que sentía. El sentimiento de culpabilidad que la corroía fue en aumento, así como el temor a ser descubierta andando sola por esos sitios. Le pareció que en ese sector de la mansión de los Blackwood hacía más frío, y que incluso olía a abandonado. Había oído decir a Harriet, que el hogar no había recibido visitas desde la muerte de la condesa. La llegada de ellas, entre otras razones, los había obligado a limpiar el hogar y adecuarlo para sus nuevos invitados, sin embargo, el olor a humedad y la sensación de abandono que reinaba en aquél lugar, tardaría meses en desaparecer por completo.
Titubeante, se asomó a un cuarto que se abría a su derecha. Un pequeño recibidor, ricamente amueblado pero en desuso, se expuso ante sus ojos. "No es la biblioteca...", pensó con el corazón alborotado, temiendo y, al mismo, ansiando, encontrarse con Mr. Fenwick. Inspiró hondamente, e intentó calmarse. La angustia y la culpabilidad comenzaban a ganar la batalla, mermando su habitualmente férrea voluntad. A pesar de aquello, decidió avanzar un poco más. "Debo apresurarme", pensó. Rogaba que nadie se percatara de su ausencia. ¿Cómo iba a explicarles la razón de su presencia en esos sectores de la mansión? Perderse no era una opción, ya que la habitación de Miss Prince se encontraba en el segundo piso, muy cerca del suyo.
"¡Santo Cielo!", pensó ralentizando su marcha hasta detenerse por completo. "¿Qué es lo que estaba haciendo? ¿Por qué se estaba comportando de aquella manera tan impropia?".
Su seguridad acabó por desmoronarse por completo, y tras unos instantes de profunda reflexión, decidió que los más correcto era regresar sobre sus pasos y buscar a Harriet. No le debía ninguna explicación a Mr. Fenwick, y si sus intenciones eran tan nobles como aseguraba que eran- lo que no dudaba, por cierto-, respetaría su silencio y esperaría con integridad, la respuesta a su solicitud y a sus palabras.
Una repentino ruido llamó su atención. Primero creyó que se trataba de una de las doncellas, y hasta barajó la idea de ocultarse en uno de los cuartos solitarios, cuyas puertas estaban abiertas. Sin embargo, de inmediato pensó que eso era completamente absurdo, y decidió que no debía estarse escondiendo de nadie. Si tropezaba con una de las sirvientes, no tendría que darle explicación alguna, y lo más dignamente posible, se daría la media vuelta y se alejaría de allí. Un silbido melodioso, y luego una voz masculina entonando una canción, interrumpieron abruptamente el hilo de sus pensamientos, atrayendo fuertemente su atención.
Como hipnotizada, y sin pensar ni siquiera en lo que hacía, se aproximó a la fuente de aquella melodía. La entonaba una voz profunda y grave, que le resultaba indudablemente familiar. Al llegar a la puerta entreabierta de una habitación, se asomó a ella y examinó su interior. No le sorprendió descubrir una biblioteca, aunque de aspecto más despreocupado que la anterior. No estaba tan iluminada, ya que algunas cortinas continuaban corridas, evitando que la luz del sol penetrase al salón.
La voz masculina se volvió más nítida. Sofía entró a la habitación, y se quedó cerca del umbral de la puerta, observando al hombre que yacía de espaldas a ella. Lo habría reconocido en cualquier lugar, incluso en un baile repleto de caballeros. Su porte y su gracia eran inconfundibles.

Dorian Fenwick dejó de cantar y se dio la media vuelta. La mirada de ambas se cruzaron y permanecieron entrelazadas por momentos interminables. Una muda comunicación se llevó a cabo entre ambos, en la que sólo tenía cabida el más secreto sentir de sus corazones. Tras unos instantes, Sofía apartó la mirada, incapaz de seguir soportando el exhaustivo e insistente examen del caballero. Su atenta mirada la cohibía, y la hacía sentir extrañamente incómoda. Sus ojos, tan oscuros como la misma noche, parecían capaces de leer sus pensamientos más íntimos, y hasta las emociones que el distinguido caballero era capaz de provocar en ella. Temía a su fuerza, al intimidante ardor que tras aquella mirada se escondía, pero a la vez, que la atraía de forma inevitable.
-        No sabe usted con qué esperanza la he esperado- lo oyó decir, a medida que se aproximaba a ella-. Ni cuán feliz me hace verla.
Sofía inspiró hondamente, y dijo:
-        No he venido a verlo, Mr. Fenwick.- Y corrigió de inmediato-: Al menos no, por el motivo que usted cree.
-        ¿No?- preguntó el caballero, esbozando una sonrisa ladeada-. ¿Entonces a qué ha venido, mi querida dama? ¿Acaso se ha perdido, y por el dichoso azar del destino, ha venido a parar hasta aquí?- la interrogó-. Bendita sea la Santa Providencia, si así es. Al fin sus designios me son benévolos.
A medida que el caballero avanzaba hacia ella, los latidos del corazón de la joven fueron en aumento, al igual que el cauce de sus pensamientos, ahora desbocados y sin coherencia. Las palabras tan cuidadosamente elegidas y ensayadas, se perdieron entre las vertiente de sus emociones, impidiéndole reaccionar.
-          ¿Por qué no me miras, querida mía?- preguntó Dorian Fenwick, situándose ante ella-. ¿Por qué me niegas el placer de admirar la luz de tu mirada, la delicada belleza de tu rostro? ¿Por qué? No te sumas en el silencio, y responde mis pregunts, te lo ruego.
El rubor tiñó las mejillas de la joven, haciéndola ver aún hermosa y sensible de lo habitual. Con timidez y lentitud, alzó el rostro, hasta encontrarse con la ávida y oscura mirada del hombre que ante ella se alzaba.
-        Estimado señor mío...- murmuró Sofía, incapaz de pensar con coherencia estando él tan cerca-. Debe saber que... Debe saber que correspondo su sentimientos. Sin embargo... Yo... No puedo. Mis padres están en la guerra, y mis primas... Usted debe entenderme... Usted debe...- pero su voz poco a poco fue disminuyendo en volumen, hasta desaparecer por completo.
Dorian Fenwick colocó una mano en sus mejillas, acariciando la piel tersa y suave de la joven. Sonrió con satisfacción, admirando la belleza de Sofía, y la ingenua pero ardorosa fuerza de sus sentimientos. Qué bella era la juventud... ¡y qué inocente! ¡Tan frágil, y tan fácil de engañar!

Lentamente, acercó su rostro a la joven. La observó cerrar los ojos, y quedarse tan inmóvil como una estatua. Cierto, su objetivo no era en absoluto ganarse el corazón de Sofía Beckesey, una joven tan apagada e ingenua, sin embargo, el reto le agradaba. Las jóvenes hermanas Pontmercy habían caído bajo sus encantos sin siquiera resistirse, y los harían ahora también las tres primas Beckesey. 

"Y, al final, querida mía, no importa cuánto te resistas", pensó mientras visualizaba el sensual y bello rostro de Harriet. "Acabarás siendo mía, a pesar de todo". Un sonrisa desdeñosa torció sus labios, y estrechó aún más la distancia que existía entre él y la joven.
Sofía, tensa e inmóvil, esperó lo inevitable.  Podía sentir la cercanía del caballero, la calidez de su aliento acariciando la piel de su rostro. Quería que la besara; no había nada que deseara más en aquél momento, pero antes de que pudiera siquiera rozar sus labios, se apartó de él y se alejó hacia el umbral de la puerta. Intentó decir algo, pero fue incapaz de hacerlo. Luego se dio la media vuelta, y se alejó de la biblioteca y de Dorian Fenwick.


domingo, 2 de octubre de 2011

BLACKWOOD MANOR: Capítulo 7 (4/4)


-        ¿Es realmente necesario que hagamos esto?- preguntó Jacob notoriamente incómodo con la idea.
Adam sonrió.
-        ¿Es mi imaginación, o uno de los soldados más valientes y condecorados de las tropas inglaterrienses tiembla más ante la idea de conocer gente nueva que de enfrentarse en una guerra a muerte?


-        Yo…- vaciló el hombre-. Sabes muy bien que no soy bueno sociabilizando- se sinceró al fin.


-        Jacob, ellos estarán encantados de conocerte. Son mis amigos.


-        Son hijos de aristócratas, Adam, herederos de grandes fortunas y títulos. ¿Crees realmente que van a querer amistarse con un pobre diablo, sin un céntimo en los bolsillos, como yo?


-        ¿Acaso reparé yo en ese detalle cuando servimos juntos en el ejército?- lo interrogó Adam.


-        Las circunstancias no fueron las mismas, y tú lo sabes. Cuando nos conocimos, yo no sabía que eras hijo de un conde, ni tú sabías que yo era un pobre diablo.
Adam le palmeó alentadoramente la espalda, comprendiendo, por un lado, la incómoda situación a la que lo expondría, pero a la vez, divertido al ver a un hombre tan aguerrido y valiente intimidado por algo tan rutinario. Nadie diría que se había enfrentado a la misma muerte en más de una ocasión, con el rostro en alto y sin siquiera temer una vez por su vida.
-        Sin embargo, sigue uniéndonos el mismo vínculo fraternal- señaló el futuro conde. Jacob negó con la cabeza, aceptando su derrota-. Como sea, quiero que los conozcas, y ya podrás juzgar luego su comportamiento. Te juro que si sólo uno de ellos te llegara a tratar con aprehensión, yo mismo te sacaré de ahí y nos iremos a cabalgar durante todo el día.


-         Cobraré tu palabra. No lo olvides.
Juntos salieron del cuarto de Adam, y se digirieron a las escaleras charlando. Cuál no fue la sorpresa de ambos hombres al encontrarse con las tres primas Beckesey también disponiéndose a bajar. Las  jóvenes se inclinaron respetuosamente ante los dos caballeros, y esperaron que Adam les presentara al nuevo invitado.
-         Señoritas, este es el capitán Jacob Dolleby, tres veces condecorado por los valerosos servicios prestados a nuestro reino- informó.


-         Es un placer conocerle, Capitán Dolleby- lo saludó Sofía.
Jacob, claramente incómodo, dirigió una rígida inclinación a la jóvenes y guardó silencio.
-         Las señoritas Beckesey son primas. Se hospedarán en Blackwood Manor durante una temporada, hasta que acabe la guerra y sus padres, que en este momento se encuentran luchando en el frente, regresen- le explicó Adam.  
Un brillo se reconocimiento iluminó los ojos del soldado.
-         Es una placer conocer a las hijas de tres hombres tan valientes- dijo Jacob con toda sinceridad.
Una vez acabaron con las presentaciones, Adam se acercó a Harriet, besó su mano y le dedicó una intensa mirada.
-         ¿Me permite acompañarle, Miss Harriet?


-         Yo...- vaciló ella, indecisa. Adam la observó con detención, siguiendo cada uno de sus reacciones con calculado detenimiento. Le daba la sensación, que la joven estaba librando una ardua lucha interna, y que se debatía entre sentimientos contradictorios. ¿Por qué se comportaba de aquella forma de pronto? No recordaba haberle faltado el respeto durante los inolvidables momentos que compartieron juntos, ni haber sido indiscreto en ningún sentido. Al contrario, le había sorprendido su propia serenidad, considerando la fascinación que había ejercido Harriet sobre él desde un comienzo.
"Más precisamente, desde que la vi salir del coche aquél día ", pensó, recordando la inexplicable atención con la que la había admirado al llegar las tres primas recién a Blackwood Manor. Todas le parecieron portadoras de un encanto innato, pero Harriet era diferente. Jamás sería capaz de explicarlo, pero, por alguna razón que desconocía, y que ansiaba descubrir cada vez con mayor intensidad, su sola presencia era capaz de hacerlo enloquecer. Cuando estaba a su lado, sentía la necesidad imperiosa de coger sus suaves y blancas manos, de perderse en su brillante mirada, de saborear las enorme dulzura que prometían entregar esos labios...
"Por el Altísimo Cielo, Adam, por favor, contrólate", se exigió. "Ya has perdido la cabeza, y por poco el corazón, debido a una mujer. No puedes cometer el mismo error otra vez".


-         Sería un placer, Mr. Wontherlann.


La voz de Harriet irrumpió en sus pensamiento, derribando en sólo a penas unos instantes, la poca cordura a la que tan ansiosamente intentaba aferrarse. Fijó su mirada en la joven, y la observó con detención. Una bella y cautivadora sonrisa bailaba en sus labios, sin embargo, era evidente que su alegría era fingida, y que había aceptado su ofrecimiento más por cortesía que por agrado. Adam alzó el rostro y tensó la espalda. Había recibido la fingida emoción de Harriet como una bofetada en el rostro, que lo obligó a apartarse de ella. Le dirigió una fría y distante mirada, sintiendo que una barrera infranqueable se levantaba entre ambos; una barrera que jamás debió desaparecer, pero que cedió inevitablemente ante los encantos de esa mujer.

"Son todas iguales", pensó examinándola con aprehensión. "Cínicas... Falsas...". ¿Cómo podía decir que era un placer aceptar ir a su lado, sonreír de aquella encantadora forma suya, fingir que todo iba de maravillas, pero al final, ser consciente de que ni siquiera se sentía cómoda a su lado? Odiaba la mentira, odiaba la hipocresía, odiaba a las mujeres por manejar, con tal maestría, el arte de fingir. Y se odiaba aún más a sí mismo, por haberse dejado engañar por ese rostro bonito y esa sonrisa deslumbrante. Debería haber escuchado las advertencias que su razón le dictaba, y haberse amarrado al mástil del barco, como Ulises había hecho para no ceder ante el tentador canto de las sirenas.
-         El capitán Dolleby estará encantado de escoltarla- dijo él esbozando una sonrisa forzada. Y acto seguido, ofreció un brazo a Agnés y otro a Sofía.
Jacob envió una extrañada mirada a su amigo. Ardía en deseos de interrogarlo, pero no era el momento, ni el lugar a adecuados para hacerlo. Ofreció su brazo a Harriet, y juntos descendieron al primer piso.
-        Les acompañaremos hasta la biblioteca- dijo Adam, que cerraba la reducida comitiva junto a Sofía y a Agnés-. Tengo entendido que Miss Prince se encuentra allí. Estará encantada de verlas.
Jacob no respondió a lo dicho por su amigo, y continuó caminando en silencio. Procurando ser lo más discreto posible, envió una mirada a Harriet, y la examinó con interés. Lo cierto, es que sabía sobre esa jovencita mucho más de lo que ella podría incluso llegar a pensar. Adam no contaba con muchos datos sobre ella, pero desde el momento que había sido capaz de sacarlo de su aturdimiento y generar ese interés en él, no le cabía duda de que Harriet Beckesey era una mujer fascinante. Y lo era, al menos, físicamente. Tenía un rostro armonioso y expresivo, y unos labios que prometían los placeres del paraíso. Una vivaz luz bailaba en sus ojos, iluminándolos con una picardía nada habitual en una mujer de su clase. Era fina, refinada, elegante... ¿Adam podía pedir más? Le resultaba difícil de creer que alguien osara siquiera a sopesar una respuesta afirmativa para dicha interrogante.
-         ¿Ha llegado hoy a Blackwood Manor, capitán Dolleby?- le sorprendió la pregunta de Harriet.


-        Así es, Miss Beckesey- respondió, procurando intercambiar el menor número de palabras posibles con la dama. Sociabilizar con las personas era un tormento, pero resultaba aún peor entablar una conversación con una mujer de la talla de las tres jóvenes Beckesey.  


-         ¿Viene a menudo para acá?
Jacob le dirigió una muy breve mirada, preguntándose qué hacer o qué decir para evitar que ella siguiera interrogándolo. Las damas eran en extremo quisquillosas, y lo que menos deseaba en ese momento, era lastimar los sentimientos de aquella hermosa joven. En especial, porque le parecía sincera y agradable.
"Debo ser preciso y cortante", pensó. "Pero sin rayar en la insolencia. Simplemente... demostrarle que no quiero hablar más".
-         No muy a menudo- contestó, con la firme intención de no articular ninguna palabra más hasta llegar a la biblioteca y marcharse. Sin embargo, temeroso de haber sido demasiado duro, le dirigió una fugaz mirada para asegurarse de que estaba bien. Jamás podría haberse imaginado lo que acabaría encontrando. Harriet lo miraba con atención, y al ver que la observaba, le dirigió una cálida y adorable sonrisa, como instándolo a continuar hablando. Jacob suspiró. A pesar de todas sus aprehensiones, no halló la fuerzas para negar la silenciosa petición de la joven-. Sin embargo, procuro pasar a visitar a Adam cada vez que puedo- continuó-. Nos conocemos desde hace mucho tiempo...- vaciló, antes de agregar, a modo de explicación-: Somos amigos.


-        Pues espero que disfrute de su estancia aquí, capitán- repuso ella-. Y que no deba marcharse muy prontamente.
Jacob no fue capaz de ocultar su sorpresa. Harriet había acabado su interrogatorio, a pesar de tener material suficiente para continuar formulándole al menos un docena de preguntas más. ¿Acaso no quería saber por qué se conocían con Adam? ¿O hace cuánto tiempo que eran amigos? No pudo evitar esbozar una sonrisa.
-         Lo cierto, es que deberé viajar a Londres dentro de muy poco. Quizá dentro un par de días- dijo, más animado-. Pero espero luego volver, y quedarme una larga temporada en Blackwood Manor.
Harriet sonrió y asintió con delicadeza, compartiendo sus buenos deseos.
        -     Esperemos que así sea, capitán.





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Londres. Medianoche.




Un hombre alto y delgado, pero de aspecto imponente, se bajó del coche y le ordenó al conductor esperarle unos instantes. El aludido envió una temerosa mirada a su alrededor, y contestó con voz temblorosa.
-         Este no es un buen lugar para aparcar, señor. Los crímenes están a la orden del día, y en cada esquina hay rateros esperando una víctima que asaltar.
El caballero hizo un gesto desdeñoso con la mano, y cogiendo una bolsita de cuero oculta baja la capa que lo cubría, se la lanzó.
-         Con esto bastará- dijo el hombre dándose la media vuelta, como quien está seguro que el problema ha quedado solucionado.
El cochero constató impresionado el peso del bulto con una mano, del que provenía el inconfundible sonido del entrechocar de las monedas entre sí. Juzgando su tamaño y su peso, debía contener una fortuna, y una suma que superaría con creces, meses de trabajo y de esfuerzo… Sin embargo, negó con la cabeza y tendió la bolsa a su propietario.
-         No, señor. No puedo aceptarlo- contestó.


-         No sabes lo que dices. La suerte te sonríe por primera en tu miserable vida, y así la malgastes- preguntó el caballero-. Por simple cobardía.


-         Lo siento, pero no lo haré- dijo. El caballero, cuyo rostro era imposible distinguir bajo el sombrero y las sombras de la noche, cogió la bolsa de sus manos y soltó una grosería-. Y le recomiendo que usted haga lo mismo. Este es lugar es peligroso. Ruego que los ojos que ocultan las sombras no hayan visto su oro, ni sus costosas ropas, o no saldrá con vida de este lugar.


-         ¡Vete, desgraciado! ¡Y déjame en paz!- exclamó el rico desconocido, en parte, intimidado con las palabras del cochero, pero incapaz de aceptarlas por su orgullo-. ¡Vete, he dicho!
Una vez el coche hubo desaparecido al doblar la esquina, el hombre se cubrió los hombros con la capa, envió una desconfiada mirada a su entorno y decidió ponerse en marcha. Tras poco dudar, se dirigió por la calle, en dirección norte, hacia un callejón cuyo nombre no recordaba, pero que esperaba reconocer en cuanto diera con él. “Maldita sea”, protestó malhumorado. Sabía que tendría que haber guardado la nota en la que aparecían los datos del lugar en el que se reunirían, pero por precaución, el remitente le exigía quemarla en cuanto la recibiera y memorizara su contenido. Lamentablemente su memoria distaba mucho de ser óptima, y eso, agregado al temor de ser asaltado, no hacía más que empeorarlo.
-         Por favor, una moneda. Se lo suplico- le rogó con voz lastimera un hombre sentado a un costado de la calle.
El caballero lo observó con detención. La piel de sus manos tenía un aspecto mugroso, y dejaba entrever numerosas heridas abiertas, muchas de ellas sangrantes y gangrenadas. Repugnado, y ciertamente asustado de contraer su extraño mal, se alejó de él a paso rápido. No, no había sido buena idea aceptar ir a ese lugar, pero no le habían dejado opción.
Tras cruzar otras dos calles más, se encontró con un oscuro callejón mal iluminado. No aparecía nombre alguno en el exterior, sin embargo, tuvo el presentimiento de que había llegado al lugar indicado. Un olor nauseabundo impregnaba el ambiente. Con caminar rápido y desenvuelto, recorrió el callejón, fijándose en las casas que a su costado izquierdo se alzaban. Todas le parecían iguales, pequeñas, sucias y descuidadas. A veces veía descorrerse fugazmente los cortinajes de sus ventanales empolvados, y sombras de rostros indistinguibles examinarlo con detención.
“Sólo avanza”, pensó. “Avanza y no mires hacia atrás”.
Una intensa llovizna, mezclada con la infaltable neblina londinense y la iluminación escasa del callejón por el que transitaba, apenas le permitía divisar a un radio de unos pocos metros. Buscaba una taberna, o algo que se le pareciera. Dudaba encontrarse con algo decente por esos entornos, ni que se acercara medianamente a la calidad de los clubes que solía frecuentar. "Una pocilga maloliente y llena de ratones", pensó. "No creo que pueda aspirar a más".


-         ¡Fíjate por dónde andas, desgraciado!- bramó una voz grave.


En realidad, no supo en qué momento se había aparecido ante él un grupo de hombres, con los que chocó casi de bruces. El agredido le empujó violentamente hacia atrás, haciéndole perder momentáneamente el equilibrio. Por suerte, contaba con reflejos rápidos, y logró no caer. Sin embargo, eso no significaba que la suerte estaba de su lado. Los hombres con los que había tropezado ,no tenían el aspecto de querer dejar pasar el incidente de forma tan simple, y se preparaban para hacerle pagar su supuesta osadía.
-         Vaya, vaya, vaya, pero ¿qué tenemos aquí?- susurró uno de ellos, a la vez que escupía hacia un lado. Tenía una sonrisa desagradable, la barba castaña crecida y uno de sus ojos dañados de forma permanente-. ¿Un señorcito de la alta sociedad visitándonos? Qué honor...- Soltó una portentosa carcajada, y sus compañeros con él.
Ciertamente intimidado, el aludido retrocedió un par de pasos, buscando acrecentar lo más posible el espacio que los separaba. ¿Qué haría si le atacaban? ¿Defenderse? ¿Cómo? Jamás en su vida había tenido que usar sus puños para entenderse con alguien. Sabía usar el estoque, y también manejaba con cierta maestría el revólver, pero no había llevado consigo ninguna de las dos armas. Estaba desprotegido, completamente sólo y con unos maleantes a punto de molerlo a golpes, si es que no a matarlo.
Un repentino ruido de cascos acercándose, y luego una puerta abriéndose estrepitosamente, llamaron la atención de todos los presentes. A sólo unos metros, unos hombres comenzaron a darse a golpes, y otros se le unieron, incluyendo los rateros con los que había tropezado. Aprovechándose de la  confusión general, se fundió con las sombras del callejón y continuó caminando en línea recta. No había nada que desease más que volver a la tranquilidad de su hogar,  junto a su hijo, pero no podía dar la espalda a esa oportunidad que se le había dado de recuperar su fortuna y salir del desafortunado problema económico en el que se encontraba. Una vez le dieran su cuantiosa recompensa, podrían dejar Londres, e irse a otra ciudad apartada de Inglaterra, o incluso al extranjero...
Se apoyó contra la muralla e intentó calmar su corazón agitado. Una vez recuperó su compostura, se acercó a la puerta donde momentos antes habían salido esos hombres peleando, y se asomó. Efectivamente, ahí estaba. Al fin lo había encontrado.
"Es última vez que hago esto", pensó. "La próxima vez yo decidiré el lugar de reunión".
Con caminar altivo y seguro, tomó asiento en una de las mesillas sucias y roídas situadas en un costado solitaria de la estancia, y esperó en silencio. Una mujer de escote pronunciado y rostro demasiado maquillado, se acercó a él esbozando una sonrisa que pretendía ser provocativa, y le preguntó si deseaba pedir algo. Emanaba de ella un desagradable olor dulzón a vino rancio, que lo obligó a apartar la el rostro.


-         No, gracias- contestó conteniendo la respiración.


Empezaba a impacientarse, cuando una figura, aparecida de la nada, tomó asiento junto a él en la mesa. Tenía el rostro anguloso, y una nariz aquilina, larga y elegante. Su rostro de tez blanca reflejaba indiferencia y tranquilidad, salvo sus ojos verdes, que, como los de un halcón, observaban su alrededor con increíble agudeza y atención. Tras unos instantes de silencioso examen del lugar, se dio la media vuelta y lo encaró.


-         Je vois que vous n'avez apporté personne avec vous, monsieur*- dijo el recién llegado.


El aludido, desconcertado ciertamente por el idioma utilizado por su interlocutor, no supo qué responder.
-         ¿Acaso... usted no me entiende?- preguntó el extranjero alzando una ceja.


-         Sí le entiendo- contestó el otro-. Pero me extraña que hable en su idioma materno, sin temer que algún ferviente defensor de Inglaterra lo descubra y llame a las autoridades.
El extranjero sonrió con burla y envió un vistazo a su entorno.
-         ¿Teme a esto? ¿A un grupo de miserables, demasiado ebrios como caminar hasta sus casas, suponiendo que las tengan?- preguntó-. Dudo que alguien pueda denunciarme, a excepción de usted, Lord...


-         ¡No!- lo detuvo el hombre antes de que lograra pronunciar su nombre-. No lo diga... No aquí.
El francés se encogió de hombros con indiferencia, y asintió.
-         ¿Sabes por qué le he mandado a llamar?


-         Tenía la esperanza de que usted me lo dijera.


-         Seré directo- dijo mirándole fijamente-. Las fuerzas inglesas tienen un conducto directo de comunicación aquí en Inglaterra, que envía los mensajes de Lord Wellinghton hasta Londres. Hemos estado investigándolo por mucho tiempo, buscando alguno de sus integrantes para desbaratarla. Y al fin lo hemos hecho. Al menos, en parte.


-         ¿Quiénes son?


-         Un grupo de aristócratas, cuyos nombres a usted no le incumbe- precisó-. Sin embargo, cuando la carta ha salido de Forks, le hemos perdido el rastro. No sabemos a dónde se ha dirigido el mensajero, ni cuándo llegará a Londres. Nuestros fuentes creen que se esconde en algún lugar fuera de las ciudades, en el campo...


-         ¿En el campo? ¿Están seguros?


-         Totalmente- aseguró el aludido con absoluta convicción-. Y es aquí donde entra usted, Mi Lord. Necesitamos a un aristócrata, conocido en las altas esferas, que sea capaz de moverse en sociedad y de conseguir información por nosotros. ¿Entiende?


-         ¿Quieren que descubra quién tiene la carta en estos momentos?- preguntó-. ¿Y traicionar a mis propios conocidos?


-         Más que eso, deseamos que nos indique quiénes están involucrados en esta entrega de información.- Y observando al hombre, esbozó una lenta sonrisa, y agregó-: Pero, claro, si fuera capaz de decirnos quién tiene la carta y dónde, recibiría... una cuantiosa recompensa, aún mayor de la prevista.
Su acompañante bajó la vista, reflexionando sus palabras. Parecía perdido en sus pensamientos y sumergido en un claro debate mental.
-         ¿Ocurre algo?


-         Yo...no, no. Todo está bien. Es sólo que...- vaciló. Sin embargo, tras unos instantes, alzó la vista y asintió con seguridad-. Lo haré.


-         No esperaba menos de usted- aseguró el otro.


-         De hecho...creo que podría empezar mañana mismo a buscar ese lugar. No son muchos los asristócratas que viven tan lejos de las ciudades, y tengo la dicha de conocerlos a todos íntimamente.


-         ¿Sí?


-         Y aún más- dijo-. De camino de Forks, sólo dos mansiones se encuentran situadas en pleno campo.


-         ¿Y quiénes serían?
El hombre dudó en contestar.
-         Preferiría silenciar los nombres hasta que lo confirme- dijo-. Si no le molesta...
El francés le envió una escrutadora y dura mirada.
-         Está bien, pero no se atreva a traicionarnos, ¿lo ha oído? Si lo hace, no dude de que se lo haremos pagar. Empezando por su hijo...


-         Le doy mi palabra de caballero de que no será así.
El extranjero asintió, y relajó su mirada, la que apartó hacia un punto distante de la habitación.
-         Parfait, mon ami- murmuró-. Parfait*...


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* Veo que no ha traído a nadie con usted, caballero.
* Perfecto, mi amigo. Perfecto...