"¿Por qué Sofía se comporta de forma tan extraña?", iba preguntándose Harriet, mientras era conducida por el Capitán Dolleby hasta la biblioteca. "¿Qué significa esa negativa? ¿Y qué es lo que hacía abandonada en el suelo de su cuarto?"
- Hemos llegado- interrumpió el hilo de sus pensamientos la grave y seductora voz de Adam-. Por favor, pasen- les dijo inclinándose educadamente junto al umbral de la entrada.
Harriet suspiró, sin ser consciente de la evidente admiración con la que lo observaba. Ese hombre... ese hombre era perfecto. No podía describirlo de otra forma. Cada uno de sus movimientos rezumaba elegancia y cortesía, sin embargo, había algo en sus ojos, en el brillo de su mirada, que expresaba un ardor y una fuerza indescriptible. Se imaginó siendo besada por él, estrechada entre sus fuertes brazos, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. "¡Harriet!", desaprobó contrariada tan libidinosos pensamientos. No podía comprenderlo... Había conocido hombres atractivos; hombres encantadores y refinados, rodeados de fortuna y de reconocidos apellidos, sin embargo... Harriet volvió a examinar con atención a Adam, y no pudo evitar que su corazón diera un vuelco en su pecho. "Esto no está bien...", pensó ciertamente contrariada, y a la vez, presa de una profunda confusión. "Esto no debe suceder". Haciendo acopio de unas fuerzas que jamás habría creído tener, apartó la vista del futuro Conde y la dirigió hacia el salón que se extendía ante ellas.
Era soberbio. Grandes ventanales se alzaban a lo largo de uno de sus costados, dejando entrever un paisaje de ensueño, acariciado por el sol, lleno de verde y un río de aguas mansas y cristalinas cruzando, cual serpiente de plata, los extensos predios de los Blackwood. Altos estantes caoba, cubrían los muros restantes de la suntuosa estancia. Un número inimaginable de obras, yacía colocado en meticuloso orden en cada una de sus entradas, de acuerdo a su nombre y a su particular tamaño. Los había con tapas de cuero y de simple papel, nuevo y viejos, escritos por connotados escritores y de autores cuyo nombre el mundo desconocía por completo. Harriet no pudo evitar sonreír, y junto a ella sus primas, cuál de todas más amante de tan bello y satisfactorio pasatiempo.
- Miss Prince- llamó Adam la atención de la dama que continuaba su abstraída escritura en un libro de tapas jaspeadas, ajena a la presencia de los recién llegados-. ¿Miss Prince?- insistió el futuro Conde, a la vez que se acercaba a ella.
La mujer alzó el rostro y le dirigió una pensativa mirada. Casi al mismo instante, abrió desmesuradamente los ojos, y cerró el libro en el que escribía, con evidente sobresalto. Nerviosa, y un poco confusa, se incorporó de la silla para darles la bienvenida, logrando, a su paso, dar vuelta el frasco de tinta. El líquido negro se derramó por la superficie nacarada de la mesa, y goteó sobre el suelo, impregnando la costosa alfombra que lo cubría, con su intenso color.
- Dios mío...- murmuró Miss Prince, apreciando con claro estupor lo sucedido-. ¡Dios mío!
Inmediatamente cogió su propio pañuelo de encaje y seda, y se dedicó personalmente a limpiar el desastre que había provocado.
- ¡Lo lamento tanto!- exclamó ella fregando la mesilla con insistencia, lo que sólo provocaba, en definitiva, que la tinta se esparciera aún más-. Soy tan torpe... Debe disculparme, Mr. Wontherlann, yo... No ha sido intencional... ¡No les he visto, y luego usted me ha hablado y...!
- Miss Prince, no tiene de qué disculparse...- añadió de inmediato el futuro Conde, que no tardó en ser interrumpido por las compulsivas y reiterada disculpas de la mujer.
- Pero, es que...- objetó ella hecha un manojo de nervios-. ¡Es que ha sido sin intención! ¡Créame usted...! Sólo escribía... Jamás pretendí...
Sin que ninguno de los presentes se percatara de su llegada a la biblioteca, Julián cruzó el salón y cogió las manos de la acongojada dama. Una cálida sonrisa se dibujó en sus labios, a la vez que un brillo de compasión refulgía en sus ojos verdes.
_._._._._._._._._._._
Agnés sintió que algo se removía en su interior al ver al joven aparecer con tal determinación, directo a prestar a ayuda a la desconsolada mujer. Se dedicó a calmarla, ajeno a todas las miradas de los presentes. Toda su atención se hallaba puesta sobre la angustiada dama, objeto de todos sus amables cuidados, y de una sensibilidad que Agnés jamás habría creído que poseía.
Sin embargo, no podía olvidar que Julián Ranford se había comportado como un verdadero truhán durante el baile. Creyó por unos instantes que el joven la obligaría a bailar con él durante toda la noche, con la pura y simple intención de incordiarla. Pero tras el breve percance con Mr. Richard Thograwn, él se había marchado del salón y no volvió a verle más. ¿Quizá le había aburrido el baile? No le extrañaría, ya que debía estar acostumbrado a asistir a concurridas y suntuosas veladas, llena de gente que conocer, y muchas bellas y animadas damas, con las que compartir. Una muchacha apocada, y silenciosa como ella, seguramente no satisfacía en absoluto sus intereses. Y debía agradecer de que así fuera. Julián Ranford era un caballero peligroso y atrevido; un verdadero bribón, desvergonzado e insolente.
Sin embargo, no podía olvidar que Julián Ranford se había comportado como un verdadero truhán durante el baile. Creyó por unos instantes que el joven la obligaría a bailar con él durante toda la noche, con la pura y simple intención de incordiarla. Pero tras el breve percance con Mr. Richard Thograwn, él se había marchado del salón y no volvió a verle más. ¿Quizá le había aburrido el baile? No le extrañaría, ya que debía estar acostumbrado a asistir a concurridas y suntuosas veladas, llena de gente que conocer, y muchas bellas y animadas damas, con las que compartir. Una muchacha apocada, y silenciosa como ella, seguramente no satisfacía en absoluto sus intereses. Y debía agradecer de que así fuera. Julián Ranford era un caballero peligroso y atrevido; un verdadero bribón, desvergonzado e insolente.
- Miss Prince- le habló el joven con voz suave, un murmullo sugerente y cautivador que hizo estremecer a Agnés de pies a cabeza-. Por favor, escúcheme. Se lo ruego.
El corazón y el alma de Agnés vibraron de emoción al sentir la calidez de su voz, y la considerada atención que prestaba a la angustiada mujer. Aquél...aquél no era el Julián Ranford que ella conocía. Era un ser distinto; un ser sensible y compasivo. ¿Por qué entonces se comportaba de forma tan indolente y fría con el resto de las personas? ¿Por qué esa actitud cínica y burlesca? ¿O es que acaso fingía esa atención, esa mirada consoladora, esa sonrisa dulce y compasiva?
Miss Prince intentó apartarse de él mientras seguía dando explicaciones inentendibles. Logró liberar una de sus manos, aquella que aferraba el pañuelo, ahora manchado de negro, e intentó volver a intentar limpiar el desastre que había dejado, pero Julián la detuvo.
- No, no, no...- reprobó su conducta el joven caballero como si se tratara de una niña. Con delicadeza, le arrebató el pañuelo que tan fieramente sostenía y se lo guardó en uno de los bolsillos de su pantalón de tela. La mujer alzó la mirada y lo miró suplicante.
Agnés, atenta como estaba a la conducta de Julián, pudo apreciar con toda nitidez su vacilación, así como la repentina y fugaz tristeza que reflejó su rostro. Sin saber por qué, sintió su corazón contreñirse de dolor, como si, por unos instantes, hubiera sido capaz de sentir y compartir el sufrimiento del joven caballero, aún desconociendo por entero su origen. Sin embargo, y a pesar de la intensidad de la emoción que reflejó su rostro esos pocos segundos, Julián Ranford no demoró en recobrar la seguridad y determinación que tan características le eran.
- Debe usted dejar de culparse, se lo suplico. Ha sido un accidente. Todo estará bien- le aseguró, con absoluta convicción-. Se lo juro.
Agnés asintió, sin ser consciente de que lo hacía. Al oírlo decir aquellas palabras, algo cálido se había despertado en su interior, desplazándose por cada uno de sus miembros, hasta colmar su corazón por entero con su agradable tibieza. ¿Quién podía llegar a dudar de semejantes palabras? La extrema calidez de su mirada, sellaban su juramento, y no permitían poner en entredicho su veracidad. Él prometía que todo estaría bien, y eso bastaba.
En aquél momento, Elene entró a la habitación, precedida por Judith. En cuanto vio el estado de Miss Prince, y la tinta derramada sobre la alfombra, comprendió lo ocurrido y ofreció a la dama llevarle un té a su cuarto. Miss Prince asintió, y aceptó el brazo que Adam le ofreció para conducirla hasta su habitación. Julián se ofreció a acompañarlos, y juntos, salieron de la biblioteca, dejando a todos los presentes sumidos en un tenso silencio.
"Pobrecilla...", pensó Harriet.
No podía negarlo. La reacción de Miss la había dejado intranquila, y con la sensación de que la angustiada mujer necesitaba desesperadamente alguien con quien charlar. Le preocupaba su nerviosismo. Por unos instantes, tuvo la firme certeza de que intentaba ocultarles algo, pero luego... Pensativa, Harriet dirigió la vista hacia la mesa donde Miss Prince había estado escribiendo al entrar ellos en la biblioteca y examinó su superficie. Ahí estaba. Su libro. Aquél que escribía tan concentradamente y que cerró con tanta vehemencia al percatarse de su presencia.
Siguiendo un presentimiento, cogió el pequeño y preciado objeto, y se dirigió hacia la salida.
- ¿Harriet?- la interrogó Sofía-. ¿Harriet? ¿A dónde vas?
- A devolverle su libro a Miss Prince- contestó-. Sería terrible que, considerando su actual estado, repare y lamente su ausencia.
Dicho aquello, no se detuvo y abandonó la biblioteca.
_._._._._._._._._._
Sofía siguió a Harriet, pero se detuvo a mitad de camino, y se dirigió a Agnés y al Capitán Dolleby que aún quedaban en la habitación.
- Capitán, le suplico que acompañe usted a Agnés durante mi breve ausencia- le dijo-. Regresaré enseguida.
- Descuide, Miss Beckesey- asintió el hombre con una leve inclinación.
- Gracias.- Y dijo a Agnés-: No tardaré. Te lo prometo.
Agnés asintió, y en pocos instantes, quedó a solas en la biblioteca con el capitán Dolleby. El caballero la invitó a tomar asiento, ofrecimiento que la joven no tardó en aceptar. El caballero se acercó a uno de los ventanales, y se dedicó a admirar en silencio el exterior.
- Que desgraciado infortunio, ¿no lo cree?- oyó decir al capitán con voz pensativa-. Aunque debo decir que ese...caballero, que de pronto ha aparecido y acudido en su rescate, realizó una labor impresionante.
- Mr. Ranford- contestó Agnés de inmediato. Un leve rubor tiñó sus mejillas al pronunciar su nombre.
- ¿Cómo dice usted?- preguntó.
Jacob Dolleby examinó con detenida curiosidad su rubor y el nerviosismos extremo que de pronto demostraba, y asintió en silencio. No era necesario ahondar para saber la razón del azoramiento de la joven. No sabía lo que era estar enamorado, y si agregaba a eso, el reducido número de mujeres con la había intimado durante su vida, lo convertían en un hombre con poquísima experiencia en materias del corazón. Sin embargo, no le cabía duda de que la joven Miss Agnés Beckesey sentía algo por ese joven caballero, y que lo admiraba en sobremanera. La vehemencia con la que había pronunciado su nombre, a pesar de su evidente timidez, lo demostraban. Deseaba algún día poder amar y ser amado por un mujer bella y cálida como ella, cuyo sola mirada fuera capaz de hacerle sentir una infinita paz.
Jacob sonrió. No era un celestino, ni nada semejante, sin embargo, esperaba de todo corazón que la joven fuera correspondida y que el caballero fuera consciente de la enorme suerte que tenía.
"Y si no es así", pensó. "Es un completo imbécil".
_._._._._._._._._._
Cuando Sofía salió de la biblioteca, Harriet ya había abandonado el pasillo y seguramente ya estaría subiendo las escaleras. La joven suspiró, a la vez que apuraba el paso levemente; lo suficiente para ir más de prisa, pero sin llegar a parecer desesperada. Podía imaginarse a Harriet cogiéndose la falda y corriendo por el pasillo, sin ningún tipo de decoro ni recato. ¿Cómo podía cuidarla, si decidía abandonarlas así de pronto? Podría haberla llamado a gritos, o haber reprobado su conducta en la biblioteca, pero no habría sido educado estando el capitán Dolleby presente.
Llegó a las escaleras, y dirigió una mirada hacia el largo pasillo que daba hacia el extremo opuesto de la mansión. Se detuvo en el primer peldaño de la escalera, y recordó de pronto la misiva enviada por Mr. Fenwick y su contenido. Sintió que el corazón se le comprimía por dentro, y que los recuerdos se agolpaban en su mente. Lo ocurrido en la biblioteca había logrado hacerla olvidar por unos breves momentos las palabras de Mr. Fenwick, pero ahora que volvía a pensar en ello, sentía que todos sus temores y contradictorios sentimientos se cernían sobre ella con la violencia de un huracán.
Tras recibir y leer la nota, había permanecido por momentos interminables con la pluma suspendida sobre el papel, sin saber qué decir, ni cómo actuar. No podía llegar a creer que un caballero como Mr. Dorian Fenwick se interesara en una joven con ella, sin embargo, una alarma en su interior le repetía, con especial insistencia, que tuviera cuidado. Tras largos momentos de reflexión, llegó a escribir una negativa, pero no fue capaz de enviarla. Su corazón se resistía a hacerlo, a pesar de las duras e inflexibles exigencias de su razón.
Inmóvil, con la vista en el largo y solitario pasillo que se habría a su izquierda, inspiró hondamente y asintió.
- Esto debe acabar- se dijo-. Y debo hacerlo personalmente.
Enviando una desconfiada mirada a su alrededor, dejó la escalera y se alejó en dirección opuesta a la que había llegado. Jamás había transitado por ese sector de la mansión, y aunque desconocía el lugar exacto donde se hallaba la biblioteca, no dudaba de que la acabaría encontrando. Mr. Fenwick tenía que entender la razón de su negativa... ¡unas simples palabras plasmadas en un papel, jamás podrían expresar lo que verdaderamente sentía! El caballero merecía toda su admiración, pero ni ella, ni sus primas, se encontraban en Blackwood Manor para entretenerse con caballeros. ¡Y no es que encontrara que Mr. Fenwick fuera una entretención pasajera! ¡En absoluto! ¡La Santa Providencia era testigo del verdadero sentir de su corazón! Sin embargo, debía dar el ejemplo a sus primas, y mantener la cordura.
Sofía continuó caminando, cada vez más deprisa, a pesar de sus firme intención de no reflejar el nerviosismo que sentía. El sentimiento de culpabilidad que la corroía fue en aumento, así como el temor a ser descubierta andando sola por esos sitios. Le pareció que en ese sector de la mansión de los Blackwood hacía más frío, y que incluso olía a abandonado. Había oído decir a Harriet, que el hogar no había recibido visitas desde la muerte de la condesa. La llegada de ellas, entre otras razones, los había obligado a limpiar el hogar y adecuarlo para sus nuevos invitados, sin embargo, el olor a humedad y la sensación de abandono que reinaba en aquél lugar, tardaría meses en desaparecer por completo.
Titubeante, se asomó a un cuarto que se abría a su derecha. Un pequeño recibidor, ricamente amueblado pero en desuso, se expuso ante sus ojos. "No es la biblioteca...", pensó con el corazón alborotado, temiendo y, al mismo, ansiando, encontrarse con Mr. Fenwick. Inspiró hondamente, e intentó calmarse. La angustia y la culpabilidad comenzaban a ganar la batalla, mermando su habitualmente férrea voluntad. A pesar de aquello, decidió avanzar un poco más. "Debo apresurarme", pensó. Rogaba que nadie se percatara de su ausencia. ¿Cómo iba a explicarles la razón de su presencia en esos sectores de la mansión? Perderse no era una opción, ya que la habitación de Miss Prince se encontraba en el segundo piso, muy cerca del suyo.
"¡Santo Cielo!", pensó ralentizando su marcha hasta detenerse por completo. "¿Qué es lo que estaba haciendo? ¿Por qué se estaba comportando de aquella manera tan impropia?".
Su seguridad acabó por desmoronarse por completo, y tras unos instantes de profunda reflexión, decidió que los más correcto era regresar sobre sus pasos y buscar a Harriet. No le debía ninguna explicación a Mr. Fenwick, y si sus intenciones eran tan nobles como aseguraba que eran- lo que no dudaba, por cierto-, respetaría su silencio y esperaría con integridad, la respuesta a su solicitud y a sus palabras.
Una repentino ruido llamó su atención. Primero creyó que se trataba de una de las doncellas, y hasta barajó la idea de ocultarse en uno de los cuartos solitarios, cuyas puertas estaban abiertas. Sin embargo, de inmediato pensó que eso era completamente absurdo, y decidió que no debía estarse escondiendo de nadie. Si tropezaba con una de las sirvientes, no tendría que darle explicación alguna, y lo más dignamente posible, se daría la media vuelta y se alejaría de allí. Un silbido melodioso, y luego una voz masculina entonando una canción, interrumpieron abruptamente el hilo de sus pensamientos, atrayendo fuertemente su atención.
Como hipnotizada, y sin pensar ni siquiera en lo que hacía, se aproximó a la fuente de aquella melodía. La entonaba una voz profunda y grave, que le resultaba indudablemente familiar. Al llegar a la puerta entreabierta de una habitación, se asomó a ella y examinó su interior. No le sorprendió descubrir una biblioteca, aunque de aspecto más despreocupado que la anterior. No estaba tan iluminada, ya que algunas cortinas continuaban corridas, evitando que la luz del sol penetrase al salón.
La voz masculina se volvió más nítida. Sofía entró a la habitación, y se quedó cerca del umbral de la puerta, observando al hombre que yacía de espaldas a ella. Lo habría reconocido en cualquier lugar, incluso en un baile repleto de caballeros. Su porte y su gracia eran inconfundibles.
Dorian Fenwick dejó de cantar y se dio la media vuelta. La mirada de ambas se cruzaron y permanecieron entrelazadas por momentos interminables. Una muda comunicación se llevó a cabo entre ambos, en la que sólo tenía cabida el más secreto sentir de sus corazones. Tras unos instantes, Sofía apartó la mirada, incapaz de seguir soportando el exhaustivo e insistente examen del caballero. Su atenta mirada la cohibía, y la hacía sentir extrañamente incómoda. Sus ojos, tan oscuros como la misma noche, parecían capaces de leer sus pensamientos más íntimos, y hasta las emociones que el distinguido caballero era capaz de provocar en ella. Temía a su fuerza, al intimidante ardor que tras aquella mirada se escondía, pero a la vez, que la atraía de forma inevitable.
- No sabe usted con qué esperanza la he esperado- lo oyó decir, a medida que se aproximaba a ella-. Ni cuán feliz me hace verla.
Sofía inspiró hondamente, y dijo:
- No he venido a verlo, Mr. Fenwick.- Y corrigió de inmediato-: Al menos no, por el motivo que usted cree.
- ¿No?- preguntó el caballero, esbozando una sonrisa ladeada-. ¿Entonces a qué ha venido, mi querida dama? ¿Acaso se ha perdido, y por el dichoso azar del destino, ha venido a parar hasta aquí?- la interrogó-. Bendita sea la Santa Providencia, si así es. Al fin sus designios me son benévolos.
A medida que el caballero avanzaba hacia ella, los latidos del corazón de la joven fueron en aumento, al igual que el cauce de sus pensamientos, ahora desbocados y sin coherencia. Las palabras tan cuidadosamente elegidas y ensayadas, se perdieron entre las vertiente de sus emociones, impidiéndole reaccionar.
- ¿Por qué no me miras, querida mía?- preguntó Dorian Fenwick, situándose ante ella-. ¿Por qué me niegas el placer de admirar la luz de tu mirada, la delicada belleza de tu rostro? ¿Por qué? No te sumas en el silencio, y responde mis pregunts, te lo ruego.
El rubor tiñó las mejillas de la joven, haciéndola ver aún hermosa y sensible de lo habitual. Con timidez y lentitud, alzó el rostro, hasta encontrarse con la ávida y oscura mirada del hombre que ante ella se alzaba.
- Estimado señor mío...- murmuró Sofía, incapaz de pensar con coherencia estando él tan cerca-. Debe saber que... Debe saber que correspondo su sentimientos. Sin embargo... Yo... No puedo. Mis padres están en la guerra, y mis primas... Usted debe entenderme... Usted debe...- pero su voz poco a poco fue disminuyendo en volumen, hasta desaparecer por completo.
Dorian Fenwick colocó una mano en sus mejillas, acariciando la piel tersa y suave de la joven. Sonrió con satisfacción, admirando la belleza de Sofía, y la ingenua pero ardorosa fuerza de sus sentimientos. Qué bella era la juventud... ¡y qué inocente! ¡Tan frágil, y tan fácil de engañar!
Lentamente, acercó su rostro a la joven. La observó cerrar los ojos, y quedarse tan inmóvil como una estatua. Cierto, su objetivo no era en absoluto ganarse el corazón de Sofía Beckesey, una joven tan apagada e ingenua, sin embargo, el reto le agradaba. Las jóvenes hermanas Pontmercy habían caído bajo sus encantos sin siquiera resistirse, y los harían ahora también las tres primas Beckesey.
"Y, al final, querida mía, no importa cuánto te resistas", pensó mientras visualizaba el sensual y bello rostro de Harriet. "Acabarás siendo mía, a pesar de todo". Un sonrisa desdeñosa torció sus labios, y estrechó aún más la distancia que existía entre él y la joven.
Lentamente, acercó su rostro a la joven. La observó cerrar los ojos, y quedarse tan inmóvil como una estatua. Cierto, su objetivo no era en absoluto ganarse el corazón de Sofía Beckesey, una joven tan apagada e ingenua, sin embargo, el reto le agradaba. Las jóvenes hermanas Pontmercy habían caído bajo sus encantos sin siquiera resistirse, y los harían ahora también las tres primas Beckesey.
"Y, al final, querida mía, no importa cuánto te resistas", pensó mientras visualizaba el sensual y bello rostro de Harriet. "Acabarás siendo mía, a pesar de todo". Un sonrisa desdeñosa torció sus labios, y estrechó aún más la distancia que existía entre él y la joven.
Sofía, tensa e inmóvil, esperó lo inevitable. Podía sentir la cercanía del caballero, la calidez de su aliento acariciando la piel de su rostro. Quería que la besara; no había nada que deseara más en aquél momento, pero antes de que pudiera siquiera rozar sus labios, se apartó de él y se alejó hacia el umbral de la puerta. Intentó decir algo, pero fue incapaz de hacerlo. Luego se dio la media vuelta, y se alejó de la biblioteca y de Dorian Fenwick.